En la última década se ha afianzado la tendencia al alza de las producciones cristianas en Estados Unidos, mayoritariamente de sensibilidad evangélica. Tras La Pasión de Cristo renació el género religioso, aunque los proyectos acometidos por los grandes estudios son escasos. Los más caros han sido Noé y Exodus: Dioses y reyes, dos adaptaciones bíblicas bastante libres y de una espiritualidad somera.
El resurgimiento del cine cristiano lo han vertebrado, principalmente, películas independientes de bajo presupuesto. El primer impulso lo dio Prueba de fuego, que con la dirección de un pastor baptista y una inversión de solo quinientos mil dólares se coló, en la semana de su estreno, entre las más vistas de la taquilla estadounidense. A partir de ahí llegaron otras sorpresas como El cielo es real y, a día de hoy, entra dentro de lo normal que títulos como Más allá de la esperanza consigan recaudaciones muy por encima de sus costes de producción.
La rentabilidad de estas cintas, pese a algunos tropiezos, es indudable. Por contra, la calidad no es siempre la mejor. Sobre esto último habló Barbara Nicolosi, coguionista de Fátima. La película, en una interesante entrevista concedida a Aleteia, donde afirmaba que, en este ámbito, los ejecutivos de Hollywood consideraban que con pocos medios, «sin ninguna estrella de cine, ningún director relevante» y con «algunas citas bíblicas» era suficiente para ganar dinero.
Uno de los problemas más frecuentes de estos filmes, en su mayoría de base evangélica, está en centrar sus historias en los espectadores convencidos, dejando fuera al resto. Nicolosi señalaba en la mencionada entrevista la importancia de «atraer a otras personas que no tienen fe en lo que nosotros creemos». En muchos de estos largometrajes, además, hay poco espacio para la reflexión, cuando el arte y, en particular, el cine deben ayudarnos a entender el modo en que Dios actúa en nuestras vidas, sin recurrir a frases prefabricadas. Por suerte existen excepciones. Es el caso de La canción de mi padre, o mejor I Can Only Imagine -su título original-, un relato biográfico bien llevado por los hermanos Erwin.
Una obra de la calidad cinematográfica y la densidad argumental de Silencio, de Martin Scorsese, fue un fracaso, con tan solo siete millones recaudados en Estados Unidos. El año pasado, antes de la pandemia, Vida oculta ni siquiera alcanzó los dos millones. Estas cifras contrastan enormemente con los cerca de setenta millones de una cinta tan discreta como Un lugar donde rezar o los casi cien, a nivel mundial, de La cabaña. Bien es cierto que, en general, las producciones más taquilleras de cualquier año no suelen ser las mejores, pero no son datos precisamente alentadores.
Es una lástima que en Hollywood lleven tanto tiempo cerrándose a la trascendencia, sin embargo, no por ello las películas cristianas tienen que sermonear o tratar de convencer al público a toda costa. Independientemente de las certezas o dudas de cada espectador, deberían formular preguntas -aunque no siempre encuentren respuestas-, ofrecer luz -que buena falta hace- y reflejar, de alguna manera, la belleza que hay en el mundo.