Las grandes obras perduran en el tiempo. Por eso, aunque hayan transcurrido más de seis décadas desde el estreno de Doce hombres sin piedad, la película mantiene su fuerza. Su hábil disección del comportamiento humano sigue siendo de plena actualidad. Y es que las sociedades avanzan, pero en las personas se dan actitudes, positivas y negativas, que se repiten con independencia de épocas.
Sidney Lumet había cogido experiencia en el ámbito teatral y en la televisión antes de embarcarse en la dirección del que sería su primer largometraje para la gran pantalla. Sin apresurarse, sometió a sus actores a un exhaustivo ensayo, porque quería que experimentaran la sensación de claustrofobia que sentirían doce miembros de un jurado literalmente encerrados en una sala. La historia, de hecho, se desarrolla en su práctica totalidad entre las mismas cuatro paredes. Sin embargo, en ningún momento resulta pesada, gracias a un sobresaliente montaje y a unos planos que, a medida que progresa el relato, van explorando de forma distinta el espacio. El guión de Reginald Rose, la realización de Lumet y el trabajo del reparto hacen el resto.
El jurado debe dirimir la inocencia de un joven acusado de asesinar a su progenitor. Todos tienen clara una culpabilidad que le condenaría a la pena de muerte, excepto un arquitecto, interpretado por Henry Fonda, que alberga dudas. Su postura es recibida con estupor por algunos de sus eventuales compañeros, que pensaban acabar pronto con el tema para regresar a sus quehaceres habituales. El que lleva la voz cantante, a la hora de darle la réplica, es el frustrado padre al que da vida Lee J. Cobb. Muy a su pesar, tanto él como los demás se verán obligados a enfrentarse a su conciencia, al escuchar los razonamientos del disidente.
Los personajes están marcados por sus contrastes y, en ciertos casos, su visión es limitada debido a fuertes prejuicios. La responsabilidad con la que, por ejemplo, actúa el representado por Fonda es opuesta a la frivolidad del aficionado al béisbol que se sienta a su lado, más preocupado por llegar a tiempo a un partido que por el destino de un procesado cuya suerte está en sus manos. El áspero debate entre unos y otros irá haciendo aún más sofocante un caluroso día de verano.
La cinta es particularmente interesante en su exposición del comportamiento de las personas dentro de un grupo. Algunos integrantes del jurado están convencidos de la culpabilidad, otros se dejan llevar por la opinión generalizada y solo uno se atreve a expresarse de manera diferente. Tratará de persuadir a esa mayoría con el poder de la palabra, porque es capaz de ver más allá de su nariz, mientras que en otros no se atisba ni una pizca de empatía. Estos se basan en evidencias que, en realidad, son el fruto de valoraciones simplificadas mentalmente, a las que han llegado sin realizar un esfuerzo extra. Una de las cosas que nos dice el film es que no todo es lo que parece. La razón, sin más, no tiene por qué ser suficiente para revelarnos la verdad.
Como decía al principio, el paso de los años no resta vigor a títulos tan magistrales como esta ópera prima de Sidney Lumet, que ocupa un lugar destacado entre las mejores películas de la historia. Es una propuesta que da pie a hablar largo y tendido, y que interpela al espectador a que se pregunte sobre la actitud que habría adoptado en una situación así.