En su primer largometraje en solitario, Víctor Erice logró con El espíritu de la colmena una de las grandes obras del cine español. El realizador situó su historia en la posguerra española, reflejando en el ambiente el dolor y el odio que dejó la contienda. Y lo hizo con un excepcional lirismo, acentuado por la fotografía de Luis Cuadrado, que estaba perdiendo la vista durante el rodaje.
Los hechos transcurren en los años cuarenta, al comienzo de la dictadura franquista. En un pequeño pueblo castellano viven Ana e Isabel, dos hermanas de seis y ocho años, respectivamente. Un día asisten a la proyección de El doctor Frankenstein. La cinta deja tan impactada a Ana, que la cría comienza a formular insistentes preguntas sobre el monstruo que aparecía en la pantalla.
Más adelante, en un caserón abandonado, Ana encontrará a un fugitivo que se esconde, huyendo de represalias. Como sucedía con el monstruo y los habitantes del pueblo del film, el prófugo y los vecinos de Ana se profesan un miedo originado por el desconocimiento mutuo, que incita a combatir el mal -que se teme- con la misma moneda. Erice construye así una metáfora, sin partidismos, acerca de una terrible lucha entre hermanos.
Los apagados rostros de los padres de Ana evidencian las consecuencias de la tragedia y de otros dramas de los que casi no sabemos nada. Tras las guerras, más allá de vencedores o vencidos, quedan básicamente personas que, de una u otra forma, han sufrido pérdidas. Bajo el paraguas de la inocencia, la pequeña protagonista es ajena no solo al dolor, sino a los rencores y ajustes de cuentas que dividen a los adultos.
Una jovencísima Ana Torrent representó el papel principal con una absoluta naturalidad. Tal es así, que los nombres de los cuatro protagonistas tuvieron que coincidir con los de sus correspondientes intérpretes, porque la muchacha, al no diferenciar entre realidad y ficción, no comprendía por qué los actores se llamaban de manera diferente cuando comenzaban a grabar.
Es una lástima que los productores españoles apenas hayan aprovechado el talento de Víctor Erice y la filmografía del vizcaíno sea tan escasa. Me pregunto si en Francia hubiese ocurrido lo mismo. No obstante, aparte de colaboraciones y cortometrajes, le han bastado tres películas para convertirse en un director de culto. Junto con la brillante El sur y el atractivo documental El sol del membrillo, al menos, siempre nos quedará la belleza de este alegórico y poético relato sobre la infancia, premiado con la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián.