Cruz

Fotografía: Sean MacEntee (CC)

La fragilidad de los pies

Veamos algunos textos bíblicos que nos hablan acerca de esta realidad que alcanzó al pueblo de Israel: “Oíd esto, pueblo necio y sin seso, tiene ojos y no ven, orejas y no oyen, ¿a mí no me temeréis?, ¿delante de mí no temblaréis?… Pero este pueblo tiene un corazón traidor y rebelde: traicionaron llegando hasta el fin” (Jer 5,21-23).

Más allá de estas duras palabras, Dios siempre se compadece y, por eso, envía al Mesías para curar a su pueblo de tanta ceguera y necedad. Pero el pueblo tiene en su mente y en su corazón otros planes que no son los de Dios; parece como si se pusieran una venda en los ojos, como si taparan con las manos sus oídos, y quieren arrastrar a Jesús hacia sus intereses.

Vamos a ver la misma realidad del pueblo desde el profeta Isaías: “Idiotizaos y quedad idiotas, cegaos y quedaos ciegos… Toda revelación será para vosotros como palabras de un libro sellado, que se da a uno que sabe leer diciendo: ea, lee eso; y dice el otro: no puedo, porque está sellado…” (Is 29,9-12). Es decir, que se puede saber la Biblia de memoria y, al mismo tiempo, tener el corazón sellado para su comprensión. El profeta está denunciando que su pueblo tiene un corazón ignorante, incapaz de entender la Escritura que lee con los labios.

Ante esta realidad, entendemos que Dios le visite por medio de su Hijo; mas lo único que les interesa es que éste les libre del poder de los romanos. Esta actitud de Israel es como un espejo para que todos entendamos lo enfermos que nos deja el Príncipe del mal y su mentira que, como hemos dicho, así es como le llama Jesús. Pero la misericordia de Dios es siempre mayor que nuestro pecado; y así, en el mismo Isaías, escuchamos en el capítulo siguiente una promesa impresionante y esperanzadora: “Sin embargo, aguardará Yahvé para haceros gracia, y así se levantará para compadeceros, porque Dios de equidad es Yahvé: dichosos todos los que en él esperan… No llorarás ya más; de cierto tendrá piedad de ti, cuando oiga tu clamor… Con tus ojos verás al que te enseña” (Is 30,18-20).

He ahí la promesa. Dios se va a abrir al hombre, se va a manifestar para romper su ceguera y sus oídos sordos, para cambiar su corazón obstinado. No importa que, ante su Hijo, el corazón de este pueblo se manifieste tal y como es, con sus propias y obstinadas ideas acerca de lo que Dios tiene que hacer. No por esta cerrazón, Jesús dejará de cumplir su misión de salvar a toda la humanidad, incluido Israel.

Ahora sí estamos en condición de entender por qué, ante la situación que se ha presentado, Jesús obligó a los apóstoles a subir a la barca. Percibe el peligro, la tentación que se está cerniendo sobre ellos que, de por sí, ya eran bastante débiles. Les apremió a subir a la barca, algo así como urgiéndoles a poner tierra por medio ante el canto de sirenas que estaba sonando a sus oídos.

Dios, en cierto modo, nos obliga, nos fuerza, a volvernos a él. ¿Cómo? Con acontecimientos concretos que nos pasan que, por otra parte, son hechos normales; como puede ser una enfermedad, un fracaso personal que redimensiona toda nuestra vida, el mismo hecho de constatar que las expectativas que tenías a los veinte años no se están cumpliendo del todo, y que están ahí pululando entre la energía y el desmayo. Eran expectativas, proyecciones, indudablemente buenas, pero tan idealizadas que pensabas que llenarían toda tu existencia. No es que se hayan echado a perder, no hay que ser negativos, pero sí es cierto que, a una altura de tu vida adulta, comprendes que no han respondido a lo que tú pensabas que sería tu plenitud personal. No estoy hablando de maldad ni de perversidad; estoy hablando de la imposibilidad que el hombre tiene para realizarse por sí mismo en todo lo que es como persona.

Recordemos el sueño de Nabucodonosor. Vio aquella estatua imponente y deslumbrante, imagen de los proyectos del hombre: la cabeza de oro, el pecho de plata, los brazos de bronce, etc. ¿Sobre qué se sostenía aquella impresionante estatua?, ¿esos proyectos maravillosos, esas expectativas deslumbrantes…? Sobre unos pies mitad de barro, mitad de hierro. Y ¿qué nos dice el libro de Daniel? “De pronto una piedra se desprendió, sin intervención de mano alguna, vino a dar a la estatua en sus pies de hierro y arcilla, y los pulverizó. Entonces quedó pulverizado todo a la vez: hierro, arcilla, bronce, plata y oro” (Dn 2,34-45).

Esto es lo que acontece a todo hombre que proyecta sus expectativas al margen de Dios. Y si Dios no está, los ídolos se hacen tus señores. Cuando llega un momento en que tu vida es golpeada como la estatua, es entonces cuando, desde la sabiduría que nace de esta experiencia, te vuelves a Dios. No te vuelves a Él desde el sentimiento, que es voluble, sino desde la verdad.

 

En soledad con Dios

Dios permite en nuestra vida acontecimientos que no son sobrenaturales sino de lo más normales, y que abren nuestros ojos y los dirigen hacia Él como el único en quien podemos asentarnos. El Señor Jesús, enviado del Padre, ha descendido a los infiernos, al centro de la mentira de nuestro corazón, para poder redimensionarnos, siempre contando con nuestra libertad. Seguiremos siendo débiles y pecadores, pero nuestros pies están asentados sobre la Verdad, ella es la roca firme que garantiza la permanencia de nuestro querer y amor a Dios y a los hombres.

Una vez que los discípulos se alejaron en el lago, subió al monte para orar. Entramos aquí en una dimensión de la oración: la oración como combate contra la mentira. Combate absolutamente necesario, cuya victoria nos posibilita el entrar en la voluntad de Dios. A final de cuentas, la razón más profunda de la oración es que ella te abre a la voluntad de Dios. Hay una línea muy tenue entre la verdad y la mentira. Jesucristo también es hombre, lo que quiere decir que tiene una sensibilidad y unos deseos exactamente como los nuestros, y que también Él está sujeto a la tentación. También a Él le podría gustar su momento de triunfo, las miles de personas que le aclaman; por eso necesita retirarse a solas con su Padre.

Esta puntualización de que Jesús entra en oración a solas con su Padre, es muy importante para entender lo que veremos más adelante: su caminar sobre las aguas, su manifestación a los apóstoles, y también la experiencia de fe de Pedro quien saltó de la barca y se dirigió hacia Jesús caminando sobre el mar.

Vemos a Jesús en oración y entendemos que ésta es para Él el arma y la medicina que Dios le ofrece para ser fiel a su misión. A la luz de esta oración de Jesús, entendemos que la medida de nuestra comunión con Dios viene marcada por la comunión con su voluntad. Esto es imposible si el hombre no tiene el discernimiento y la sabiduría que nos vienen de Dios, la confianza de saber y entender que su voluntad es buena para él, no un estorbo que hay que sobrellevar con esfuerzo inhumano.

Esta calidad de oración no es un lujo, como no es un lujo comer; comemos porque si no la vida se nos escapa. De la misma manera, sin esta clase de oración la vida espiritual, la de la fe, se nos diluye. Recordemos que el mismo Hijo de Dios entra en esta modalidad de oración en el momento crucial de su pasión. Se dirige al Huerto de los Olivos para recibir de su Padre la fortaleza a fin de poder hacer su voluntad.

Sabemos que su oración terminó con estas palabras: ¡Padre, no se haga mi voluntad sino la tuya!

Así pues, una vez que fuerza a sus discípulos a subir a la barca, Jesús se dirigió a un monte para orar a solas. En soledad con el Padre, sin nadie en quien apoyarse, que esto es lo que significa estar en soledad con Dios. Esta predisposición para la oración tiene como objeto que el orante tenga a Dios como único apoyo.

Todos los discípulos del Señor Jesús somos llamados en orden a una misión confiada por Él. Son estos espacios y experiencias de soledad con Él los que fortalecen y, si es el caso, recuperan la misión que nos ha sido confiada. Misión que resplandece y se viste de urgencia en el cara a cara del hombre orante con Dios.

Los discípulos somos prolongación de la misión de Jesús confirmada por sus últimas palabras: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,19-20). Quizá nos parezca muy atrevido decir que el discípulo es prolongación de Jesucristo en el mundo. Señalemos que con estas palabras textuales se expresaron los santos Padres de la Iglesia como, por ejemplo, san Gregorio de Nisa.

Volvemos al texto evangélico que nos decía que Jesucristo se dirigió al monte a solas para orar. Y observamos que Mateo, con su peculiar estilo de pormenorizar los acontecimientos, nos hace notar que al atardecer estaba solo allí.

Al atardecer, al caer la noche, imágenes que nos hablan tanto de la tentación como de la acción creadora de Dios. ¿Por qué también imagen de su acción creadora? Fijémonos que así es como nos relata el Génesis el paso del tiempo en la obra creadora de Dios: “Pasó una tarde y pasó una mañana…” Pasa la mañana, y al atardecer Dios vuelve a crear.

En estos atardeceres que preanuncian las tinieblas, el discípulo conoce la tentación profunda y angustiosa. Da la impresión de que el Dios tantas veces cercano, está completamente ausente. En ese desvalimiento y soledad, Dios está creando la misión dentro de él, está pronunciando para él una palabra nueva. La Palabra de Dios, -la escrita es siempre la misma- en cuanto suya y pronunciada por Él, es siempre nueva y con el mismo poder creador.

La misión del discípulo es siempre una creación de Dios, por lo que está siempre totalmente por encima de sus cualidades y posibilidades. Recordemos el miedo que tenían los profetas cuando eran llamados y enviados por Yahvé para cumplir su misión. No era falta de disposición o generosidad para obedecerle, sino la conciencia de su más absoluta incapacidad para llevar a cabo lo que Dios les confiaba. Recordemos que, ante esos miedos y temores, Dios mismo les ponía en camino diciéndoles: ¡no temas, yo estoy contigo!

Vayamos nuevamente a la Escritura, y entremos en la experiencia de soledad con Dios que vivieron algunos de los que Él llamó para hacer posible la historia de salvación del pueblo de Israel y, a partir de él, de toda la humanidad. Hombres y mujeres cuyas historias son también eslabones de nuestra fe.

Abrahám recibe la Palabra de Yahvé que le dice que lleve a su hijo Isaac para sacrificarlo en el monte. Se dirige al lugar indicado con sus criados; mas al llegar al pie del monte les dijo: “quedaros aquí, el muchacho y yo subiremos para adorarle”. ¡Vaya que si adoró Abrahám a Dios! Él se le manifestó en toda su gloria salvando a su hijo y anunciando al Cordero que vendría a salvar a toda la humanidad. El cordero sustituyó a su hijo Isaac en el sacrificio. Isaac es la figura de todo hombre rescatado por el Cordero que fue elevado en la cruz.

Recordemos que, en este trance, Abrahám no quiso el apoyo de sus criados por más que lo podría necesitar. Imaginemos a este hombre anciano llevando al sacrificio al hijo de sus entrañas, el hijo de la promesa. Podría alegar: ¿cómo es posible esto si Él mismo me lo dio? Abrahám obedeció en la vorágine de una soledad despiadada, con el alma atravesada por la aflicción. Sabía, sin embargo, que su historia no la llevaba él sino Dios, y que era poderoso para cambiar las tinieblas de su alma en luz, ¡y vaya que si las cambió! Su confianza total en Dios le ha valido el título de nuestro padre en la fe.