“Subieron a la barca y amainó el viento. Y los que estaban en la barca se postraron ante él diciendo: Verdaderamente eres Hijo de Dios” (Mt 14,32-33).
Una vez que se ha dado el encuentro salvador entre Jesús y Pedro en el seno de la tempestad, Mateo dice escuetamente que subieron a la barca y amainó el viento. El Señor Jesús, con su sola presencia, hizo desaparecer el peligro de muerte que amenazaba a los apóstoles. A la vista de este acontecimiento, éstos adoraron a Jesús postrados, y proclamaron su fe: ¡Verdaderamente eres el Hijo de Dios!
Fueron rescatados del peligro del viento y de la tempestad, y adoraron. Todos reconocieron en Jesucristo al Hijo de Dios, pero fue uno sólo el que saltó de la barca, uno sólo el que se arriesgó para cerciorarse de que aquel que les hablaba desde las aguas no era un fantasma, uno sólo el que fue a su encuentro. Por la fe de uno, todos confesaron su fe en Él.
Es muy importante, al hablar de la fe, señalar que un cristiano es aquel que, por fiarse del Evangelio, llega a ser luz para que el mundo reconozca en Jesucristo al Hijo de Dios.
Vamos a ver, a lo largo de la Escritura, algunos personajes que hacen una experiencia parecida a la de Pedro en lo que concierne a arriesgar en soledad su vida en un camino de fe, y que provoca la confianza y adoración a Yahvé de todo el pueblo de Israel.
Empezamos por ver la figura de David. También él sale solo, -como salió Pedro- esta vez de las filas del ejército de Israel para enfrentarse al líder del ejército de los filisteos: Goliat. Conocemos la historia. Sabemos que ambos ejércitos se colocaron frente a frente y que, improvisadamente, de entre las filas de los filisteos aparece un hombre superdotado, impresionante por su fuerza y corpulencia, y que responde al nombre de Goliat. Reta a las huestes de los israelitas provocando entre sus guerreros el miedo y el peligro de muerte, igual que el que experimentaron los apóstoles en la barca al ser zarandeados y azotados por las olas; todos pensaron que habían llegado al término de su vida. En esta misma angustia encontramos a los hombres de armas de Israel.
Sondeemos detalladamente este acontecimiento salvífico de la historia del pueblo elegido: “Goliat se plantó y gritó a las filas de Israel: ¿Para qué habéis salido a poneros en orden de batalla?… Escogeos un hombre y que baje contra mí. Si es capaz de pelear conmigo y me mata, seremos vuestros esclavos pero si yo le venzo y le mato, seréis nuestros esclavos y nos serviréis. Y añadió el filisteo: Yo desafío hoy a las filas de Israel…” (1Sm 17,8-10).
Oyó Saúl y todo Israel estas palabras de Goliat y se consternaron y se llenaron de miedo. David se ofrece a entrar en combate con Goliat confiado sólo y plenamente en Dios. Rechaza las armas con las que Saúl le quiere pertrechar, las normales de cualquier combate: el yelmo, el escudo, la lanza, etc. Sabe que no puede combatir con las mismas armas que su oponente porque se situaría a su mismo nivel y perdería la batalla. David es consciente de que el combate es de Dios.
Además, David era pastor, lo que quiere decir que no estaba preparado en las cosas de la guerra. De hecho, cuando Saúl ordenó que lo revistieran con las armas normales de un guerrero, al no estar acostumbrado, su cuerpo se tambaleaba, apenas podía caminar; sólo entonces se las quitaron para que pudiese entrar con soltura en el combate.
Cuando estuvieron frente a frente, David, sabiendo que estaba entablando el combate de Dios, gritó a Goliat: “Hoy mismo te entrega Yahvé en mis manos, te mataré y te cortaré la cabeza y entregaré hoy mismo tu cadáver y los cadáveres del ejército filisteo a las aves del cielo y a las fieras de la tierra, y sabrá toda la tierra que hay Dios para Israel. Y toda esta asamblea sabrá que no por la espada ni por la lanza salva Yahvé, porque de Yahvé es el combate y os entrega en nuestras manos” (1Sm 17,46-47).
David anuncia públicamente que Israel será testigo de que Dios le sigue protegiendo. Proclama que Yahvé no ha abandonado a su pueblo; hace saber a todos que Dios será poderoso en él para salvar a todos. Sobrecoge en este acontecimiento constatar cómo la figura de David ilumina profusamente la figura y misión del Mesías.
Veamos la relación que encontramos entre David y Pedro en este acontecimiento. Como sabemos, Goliat empezó a dirigir sus pasos hacia David. Éste salió de entre las filas del ejército de Israel al encuentro de Goliat. Salió de la formación protectora igual que Pedro saltó de la barca hacia el mar. Recordemos las palabras desafiantes que Goliat había proferido contra Israel. Recordemos que todos los israelitas, aún los más valientes, se quedaron atónitos ante la majestuosa presencia del adversario; el miedo dejó a todos paralizados. Fue entonces cuando David salió de las filas, del espacio en el que, aunque protegidos, campeaba el miedo. David avanzó decidido a enfrentar el combate de Dios.
Analicemos el punto crucial de este singular enfrentamiento. Una vez que uno estuvo frente al otro, David metió su mano en su zurrón y sacó una piedra, la lanzó con la honda e hirió al filisteo. La piedra se clavó en su frente y cayó en tierra. David hizo caer a Goliat con su honda y su piedra. No tuvo necesidad de otras armas.
Es palpable el paralelismo entre la piedra que dio la victoria a David y la imagen de Dios como roca. En este combate el hombre pone la honda, lo que somos en nuestra debilidad; pero lo que nos hace vencer el mal es la roca de la que somos poseedores; es lo que hace David. Salió de las filas muerto de miedo, pero también con toda su confianza puesta en Yahvé. Se arriesga en soledad porque sabe que su combate es el de Yahvé, y lo realiza a favor de su pueblo; y también para que, como hemos visto antes, todo el mundo sepa que hay un Dios en Israel.
Israel fue testigo de que el más pequeño del pueblo, reunido para la lucha, el que era despreciado porque ni siquiera llegaba a ser un guerrero, había recibido de Dios la fuerza y la audacia para manifestar portentosamente su salvación.
Respecto a lo poco importante que era David, escuchemos lo que le dijo Saúl cuando se ofreció a combatir contra Goliat: “No puedes ir contra ese filisteo para luchar con él, porque tú eres un niño y él es hombre de guerra desde su juventud” (1Sm 17,33). A pesar de las reticencias de Saúl, David salió a combatir.
El Pedro que salta de la barca hacia las embravecidas aguas, es sin duda el menos prudente de todos los apóstoles; realmente hace falta ser imprudente para tomar una decisión así. Si nos fijamos bien a lo largo del Evangelio, Pedro es el que siempre mete la pata. Cuando Jesucristo dice que va a ser juzgado y condenado por el sanedrín, todos se asustan pero se callan. Pedro no. Se acerca a Él e intenta disuadirle. Cuando, en la última cena, Jesús anuncia la inminencia de su Pasión, Pedro declara con rotundidad que está dispuesto a morir con Él… y le niega tres veces. No hay duda de que, siendo como eran todos débiles, Jesús amó de modo especial la impulsividad llena de nobleza de Pedro.
La figura de Pedro nos enseña que “los prudentes” nunca aceptarán el Evangelio, más bien lo adaptarán a su debilidad. Los imprudentes como Pedro, adaptan su debilidad a Dios y éste les reviste de su fortaleza. Los prudentes van al Evangelio con calculadora en la mano de cara a un cumplimiento a su medida, sin comprender que éste rebasa infinitamente el listón de su generosidad. Las figuras de David y Pedro son un toque de atención a todos aquellos que viven el cristianismo nadando y guardando la ropa con sus prudencias humanas.
Hablemos, pues, también de David “el imprudente”. Todos intentan disuadirle para que no se enfrente a un enemigo tan superior a él en todo. David no quiere saber nada de prudencias humanas y sale a combatir. David es un hombre de fe; su imprudencia a los ojos de los hombres se convirtió en prudencia a los ojos de Dios al rechazar las armas de aquellos y acogerse a las de Él.
No hay duda de que todos los santos, -Pablo, Benito, Francisco de Asís, Ignacio, etc.- fueron grandísimos imprudentes. De todas formas, nos remitimos a la autoridad de Jesús y acudimos al Evangelio para saber qué es lo que Él dice respecto a los prudentes. Seguimos el texto griego del evangelio de san Mateo, y en su traducción le oímos lo siguiente: “En aquel tiempo, tomando Jesús la palabra, dijo: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y se las has revelado a los pequeños” (Mt 11,25).