Expulsión de los mercaderes del Templo

Expulsión de los mercaderes del Templo (Giotto)

El pan de los hijos

Veamos este aspecto de «Yo soy la puerta de las ovejas; si uno entra por mí estará a salvo, entrará y saldrá y encontrará pasto». La Palabra tiene que actuar como azote para echarte de tu templo -que fue lo que Jesús hizo en el Templo de Jerusalén- donde estás entronizado. Templo en el que Dios es el sirviente para tus caprichos y sensibilidades más o menos pías. Por la acción del Buen Pastor, salimos de este recinto asfixiante y encontramos pasto.

Después del pecado original, Dios le dice a Adán: «Comerás el pan con el sudor de tu frente». Es cierto que la primera interpretación es que, por haber pecado, tendrá que trabajar la tierra para comer, lo cual no deja de ser una interpretación bastante simple. Es evidente que Dios nos está dando una catequesis mucho más profunda. ¿Pensamos que si no hubiera acontecido el pecado original, el hombre no trabajaría? ¿Es que entonces el alimento crece solo y el progreso que va consiguiendo poco a poco se haría solo, por sí mismo, sin ningún tipo de esfuerzo? Está claro que las palabras de Dios a Adán van mucho más lejos porque, con o sin pecado, no se puede vivir sin trabajar.

Vayamos pues, al texto: «Comerás el pan con el sudor de tu frente». Si seguimos las voces extrañas que, como ya hemos visto, son de ladrones y salteadores, estas nos hacen sudar, nos agotan y solamente nos dan el pan de la religiosidad que, evidentemente, no lleva consigo ningún tipo de descanso ni fortalecimiento.

Israel tiene esta experiencia del sudor y del esfuerzo cuando come el pan de la esclavitud en Egipto. Y, a pesar de tan amarga experiencia, cuando Dios le va llevando por el desierto, se rebela porque no permite que nadie le conduzca; quiere volver a Egipto acordándose de lo que allí comían. Aunque parezca absurdo, la mentira se ha hecho cuerpo en este pueblo. «El pueblo profería quejas amargas a los oídos de Yavé, y Yavé lo oyó. Se encendió su ira y ardió un fuego de Yavé entre ellos y devoró un extremo del campamento. El pueblo clamó a Moisés y Moisés intercedió ante Yavé, y el fuego se apagó. Por eso se llamó aquel lugar Taberá, porque había ardido contra ellos el fuego de Yavé» (Núm 11,1-3). Es impresionante la capacidad que el ser humano tiene de olvidarse de su propia historia. En el fondo, en este caso concreto, es porque no quiere depender de nadie: ni siquiera de Dios. Seguimos el texto: «La chusma que se había mezclado al pueblo se dejó llevar de su apetito. También los israelitas volvieron a sus llantos diciendo: “¿Quién nos dará carne para comer? ¡Cómo no acordarnos del pescado que comíamos de balde en Egipto, y de los pepinos, melones, puerros, cebollas y ajos!”» (Núm 11,4-5).

El engaño se instala en el pueblo: habían sido esclavos, trabajando de sol a sol, oprimidos hasta la saciedad y, sin embargo, dicen «lo que comíamos de balde». Ahí tenemos la sabiduría del hombre totalmente trastocada: decían que comían de balde cuando tenían racionado el pan, y la vida totalmente hipotecada desde la mañana hasta la noche. Es cierto que llega un momento en que la obcecación del hombre es total. Es capaz de negar toda evidencia con tal de no oír a Dios que le dice: «El camino es este». Es el reducto de nuestra libertad, donde decidimos que Dios no tiene que entrar en absoluto. El problema es que, si no entra Dios, entran las voces extrañas que no hacen más que alienarnos al ocultar nuestros problemas vitales.

El hombre, débil por pecador y pecador por débil, acepta infantilmente tal mentira sobre sí mismo y encima, su boca satisfecha, dice: estoy bien así. Pero vive esta experiencia de autonomía con sudor y esfuerzo. Es entonces cuando Jesucristo, Buen Pastor, sale al encuentro de nuestro engaño y abatimiento. «Al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella; porque estaban vejados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36).

El Hijo de Dios no puede estar indiferente ante nuestra anulación como personas siendo tantas las potencialidades con que hemos sido creados, y realiza maravillas de compasión sobre nuestra flaqueza y debilidad. Compasión de la que se hace eco el autor de la Carta a los hebreos: «Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser misericordioso, y sumo sacerdote fiel en lo que toca a Dios, en orden a espiar los pecados del pueblo. Pues, habiendo sido probado en el sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados» (Heb 2,17-18).

Pues bien, la buena noticia es que hay un alimento que no implica sudor. Por este alimento se fatigó y sudó Dios, por eso es gratis. Fue comprado para el hombre, pagado por el mismo Dios con el precio de su sangre: el Evangelio. El profeta Isaías lo anuncia señalando claramente su gratuidad: «¡Oh, todos los sedientos id por agua, y los que no tenéis plata, venid, comprad y comed, sin plata, y sin pagar, vino y leche! ¿Por qué gastar plata en lo que no es paz, y vuestro jornal en lo que no sacia? Hacedme caso y comed cosa buena y disfrutaréis con algo sustancioso». Y, para que no haya dudas sobre en qué consiste este alimento y cómo se encuentra, continúa el profeta: «Aplicad el oído y acudid a mí, oíd y vivirá vuestra alma» (Is 55,1-3). Isaías marca claramente el proceso de la fe: primero el oído y después los pasos, es decir, el caminar. La fe, como tantas veces dirá san Pablo, viene por el oído, después nuestros pasos caminarán gozosos hacia Dios-palabra que le habla.

El mismo Isaías anuncia el banquete de vida eterna preparado por Yavé para toda la humanidad: «Hará Yavé Sebaot a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos: manjares de tuétanos, vinos depurados; consumirá en este monte el velo que cubre a todos los pueblos y la cobertura que cubre a todas las gentes». Efectivamente, en el momento de la muerte de Jesús, se rasgó el velo del Templo. Velo que separaba la santidad de Dios de la debilidad del pueblo. Velo que el apóstol san Pablo interpreta, después de la resurrección de Jesucristo, como la Ley: esta, como tal, nos oculta a Dios (2Cor 3,12-16). Seguimos con el texto de Isaías: «Enjugará el Señor Yavé las lágrimas de todos los rostros, y quitará el oprobio de su pueblo de sobre toda la tierra, porque Yavé ha hablado. Se dirá aquel día: ahí tenéis a nuestro Dios, esperamos que nos salve. Este es Yavé en quien esperábamos, nos regocijamos y nos alegramos por su salvación» (Is 25,6-9).

«Ahí tenéis a nuestro Dios»: Efectivamente, lo tenemos entre nosotros desde el día santo en que el cielo y la tierra se juntaron cuando resucitó de entre los muertos.

Acudamos ahora al salmo 127 donde, una vez más, se nos anuncia el pan gratuito que Dios ofrece. Es un alimento sin tasa ni medida: «En vano madrugáis al levantaros, retrasáis el descanso los que coméis pan de fatigas, cuando él colma a su amado mientras duerme». Dormir, que significa el descanso en Dios, y… ¿quién es su amado? Por supuesto, su Hijo Jesucristo y, por Él, todos aquellos que se alimentan de la Palabra, del Evangelio.

El Padre ama al Hijo porque este habla con Él, le escucha, y porque hace todo lo que ve y oye del Padre. Ver, escuchar y hacer es lo que provoca el amor entre el Padre y el Hijo. Y exactamente igual es la relación de amor entre Dios y el hombre. Por eso Él nos da este pan de descanso; pan que acrecienta la semejanza con Él, alimento que adquirimos sin sudor ni esfuerzo porque, así como Dios ha recogido en Jesucristo nuestras heridas, taras, neurosis, complejos… también recoge nuestro sudor, tal y como lo leemos en el evangelio de san Lucas en la oración del huerto: «Su sudor se hizo espeso al punto de llegar a gotas de sangre». La sangre, en la Escritura, significa la vida: es el de Jesús un sudor sangriento que ya le va anticipando el desprendimiento de su vida en la Pasión. Sudó para que nosotros tuviéramos el pan del descanso; el sudor de nuestra vida de mentiras pasó a Jesucristo, como todo nuestro pecado. Jesús paga nuestra deuda; a partir de entonces, el hombre aprende a descansar en la Palabra, la cual nos garantiza nuestra comunión con Dios.