
Fotografía: Moyan Brenn (Flickr)
Yo os saciaré
El pueblo de Israel ha experimentado, durante su camino hacia la tierra prometida así como a lo largo de toda la historia, que sólo Dios sacia plenamente los deseos del alma humana: «En el desierto erraban, por la estepa, no encontraban camino de ciudad habitada; hambrientos, y sedientos, desfallecía en ellos su alma. Y hacia Yavé gritaron en su apuro, y él los libró de sus angustias, les condujo por camino recto, hasta llegar a ciudad habitada» (Sal 107,4-7).
Cuando llegaron a la tierra prometida, a la ciudad habitada de la que nos habla el salmista, llenos de alegría alababan a Dios porque se daban cuenta de que Él les había guiado, alimentado y dado de beber para saciar su sed y su hambre durante todo el camino a través del desierto: «¡Den gracias a Yavé por su amor, por sus prodigios con los hijos de Adán! Porque él sació el alma anhelante, el alma hambrienta saturó de bienes» (Sal 107,8-9).
Jesucristo, como hombre, fue el primero en saciarse de Dios; así lo leemos en el cuarto Canto del Siervo de Yavé: «Por las fatigas de su alma, verá la luz, se saciará» (Is 53,11). Jesús de Nazaret se sació de Dios por el sufrimiento al que fue sometida su alma. Porque su pasión no se reduce a las tres horas de agonía en el Calvario, ni empezó unas horas antes cuando fue prendido como un malhechor. Durante toda su vida pública fue despreciado e insultado. Fue llamado impuro, blasfemo, endemoniado, maldito, ignorante… Pasó por el último de todos, por el más pequeño, pateado y condenado por todos a morir en la cruz.
El Hijo de Dios lloró ante Jerusalén. Pero no tanto por las humillaciones que sufría; lloraba porque Él había venido a traer una vida abundante y el pueblo se estaba quedando sin ella. Israel estaba siendo arrastrado por la necedad de unos pastores ambiguos que no metían el dedo en la profunda llaga del alma humana para curarla. Los ladrones y destructores habían levantado un parapeto terrible frente a la verdad que les era proclamada.
Jesucristo-hombre se sació de Dios, escuchaba al Padre y obedecía. Cuanto mayores eran las fatigas de su alma más se saciaba porque se agarraba a la Palabra, a lo que era su abundancia. Por eso, puede también saciar al hombre dándole la abundancia que Él posee: «Por su conocimiento justificará mi Siervo a muchos y las culpas de ellos él soportará. Por eso le daré su parte entre los grandes y con poderosos repartirá despojos, ya que indefenso se entregó a la muerte y con los rebeldes fue contado, cuando él llevó el pecado de muchos, e intercedió por los rebeldes» (Is 53,11-12). Se sació Él y sacia a todos los que acogen el Evangelio como voz del Pastor que salva, a todos los que escogen la verdadera abundancia, como hizo María, la hermana de Marta. Y, como a ella, no les será quitada esta abundancia, aunque pasen fatigas, se derrumbe en torno a ellos toda la ciudad o una espada les atraviese el alma, como le fue profetizado a María de Nazaret (Lc 2,35).
Jesús fue saciándose de Dios durante toda su vida. A Él, como hombre, también se le iba revelando la Palabra día a día. Es importante que tengamos esto muy en cuenta: Era un niño como todos los demás y la Palabra crecía y maduraba dentro de Él a medida que aumentaba su edad, como nos dice Lucas en su evangelio al relatarnos su vida oculta en Nazaret: «Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52).
El Hijo de Dios se encarnó y recibió del Padre el culmen de la gracia y la verdad. Gracia y verdad que, en toda su riqueza, nos transmite por medio del Evangelio para que estemos con Él y en Él, saciados del Padre: «Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,16-18).
La Ley, las normas establecidas, el modelo de perfección… ahogan y cansan al hombre porque proponen una meta ideal y, por tanto, inalcanzable. Si interpretamos el Evangelio como una nueva ley de perfección, lo hacemos todavía más terrible y alienante que el Antiguo Testamento, pues, a las normas y cultos exteriores, tendríamos que añadirle «amar a los enemigos, perdonar más de setenta veces siete, hacer el bien al que te odia…».
Por eso Jesucristo, saciado del Padre, entra en la muerte para que tengamos vida en abundancia, para llevar a su plenitud en el hombre la palabra que Dios ha transmitido a la humanidad desde antiguo por medio de Moisés y los Profetas. A partir de la encarnación del Hijo de Dios, es la misma Palabra la que nos sacia con su gracia y su verdad, con su torrente de plenitud y abundancia.
«El Señor Yavé me ha dado lengua de discípulo, para que haga saber al cansado una palabra alentadora. Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los discípulos; el Señor Yavé me ha abierto el oído. Y yo no me resistí, ni me hice atrás. Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban, mis mejillas a los que mesaban mi barba. Mi rostro no hurté a insultos y salivazos» (Is 50,4-6). La pasión sufrida por el Mesías viene como fruto de ser discípulo del Padre. Jesucristo pudo llevar a cabo la obra de Dios por el misterio de la Cruz porque tenía abierto el oído como alguien que aprende del Padre. Aprender la Palabra significa llevarla prendida en lo más profundo del corazón. Es en este contexto donde tenemos que entender la figura del discípulo. Es aquel que lleva prendida la Palabra en su interior.
Jesucristo no dice ni hace nada por su cuenta sino lo que oye al Padre porque escucha y guarda su Palabra. Eso es llegar a ser discípulo. La Palabra vive dentro de él porque la acoge y va creciendo en su interior. Por eso dice Jesús: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón», para que, como Él, escuchemos y guardemos la Palabra del Padre, es decir, tengamos el oído abierto como los discípulos. La victoria de Jesucristo, discípulo del Padre, es fruto de su estar abierto a Él. Es la revelación de Dios la que nos da la absoluta seguridad de que, en las fatigas de nuestra alma, Él está con nosotros sosteniéndonos y dándonos su alimento y descanso.
Mi yugo es suave
Dice Jesús: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,28-30). Vamos a detenernos en este descanso del alma del que habla el Hijo de Dios. Hoy en día sabemos que abundan las llamadas enfermedades del alma: depresiones, angustias, manías persecutorias, victimismo, etc. La psicología y la psiquiatría son de gran ayuda en el tratamiento médico de estas dolencias, pero pretender curarlas totalmente al margen de Dios es como entrar en un círculo sin salida porque la angustia vuelve a brotar de una u otra forma.
No hay peor cansancio que el del hombre que vive detrás de una abundancia ficticia. Al principio como que no se entera, pero, cuando va viendo que tal abundancia no es tan segura como pensaba, que la rutina y la soledad caen como losas sobre su alma, la carga se hace terriblemente insoportable: «Habitantes de tiniebla y sombra; cautivos de la miseria y de los hierros, por haber sido rebeldes a las órdenes de Dios y haber despreciado el consejo del Altísimo, él sometió su corazón a la fatiga, sucumbían y no había quién socorriera. Y hacia Yavé gritaron en su apuro, y él los salvó de sus angustias, los sacó de la tiniebla y de la sombra, y rompió sus cadenas» (Sal 107,10-14).
El ser humano halla descanso cuando Dios habita su alma. Por la palabra Dios habita y sacia con su luz, que es la que, a su vez, enseña al alma a descansar. Hemos oído a Jesús hablando de «su yugo». La Ley del Antiguo Testamento representaba para el hombre una carga esclavizante. Jesucristo nos ofrece su yugo suave de vida y salvación que consiste en tener el oído atento a la voz del Padre. Por eso vemos tantas veces en el Evangelio y en las cartas apostólicas, de una u otra forma, que la salvación viene de la escucha de la palabra de Dios, el mismo que dice y hace, que habla y crea. Es el yugo de la Palabra el que une a Jesucristo con su Padre y le hace permanecer en comunión con Él. Yugo liberador que hace dar fruto a la Palabra escuchada y guardada.
En el salmo del Buen Pastor leemos: «Yavé es mi pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierba me apacienta. Hacia las aguas de reposo me conduce, y conforta mi alma» (Sal 23,1-3). Es en la evangelización cuando aparecen con toda su fuerza las fatigas del alma. Es también cuando Dios conforta de una manera especial a esta alma profundamente probada y la enseña a descansar en Él.
La palabra del Padre es verdad (Jn 17,7), no nos miente. La aceptación del Evangelio que engendra esta confianza es progresiva y, durante su crecimiento, pasa por etapas que van desde los «valles tenebrosos» a la «mesa preparada frente a los enemigos», como nos dice el salmo 23. Así, con estas sucesivas experiencias de confianza que nos afirman en la mesa que Dios nos prepara como respuesta a nuestras fatigas y angustias, el hombre se dispone para su último valle de tinieblas, es decir, para el momento de la muerte. Al igual que Jesucristo en su paso al Padre. Es la entrada en el gozo de Dios (Mt 25,21).
El hombre que tiene la certeza de que Dios tiene preparada una casa para el desdichado (Sal 68,11), está fortalecido ante la desgracia y el sufrimiento. Dios dispone una casa para el pobre de espíritu porque ha puesto la confianza de su vida, perdida a causa del Evangelio, en las manos del Padre: «Dicha y gracia me acompañarán todos los días de mi vida; mi morada será la casa de Yavé a lo largo de los días» (Sal 23,6).
Jesucristo vino a buscar a la humanidad cansada y sobrecargada para llevarnos a una morada eterna junto al Padre. Y llegamos a esta mansión no por nuestros méritos, sino porque Dios, que es Padre, envió a su Hijo, el Buen Pastor, en nuestra búsqueda. Somos los rescatados por Dios, Él nunca nos abandonó. «¡Pasad, pasad por las puertas! ¡Abrid camino al pueblo! ¡Reparad, reparad el camino y limpiadlo de piedras! ¡Izad pendón hacia los pueblos! Mirad que Yavé hace oír hasta los confines de la tierra: Decid a la hija de Sión: “mira que viene tu salvación; mira, su salario lo acompaña, y su paga le precede. Se les llamará pueblo santo, rescatados de Yavé; y a ti se te llamará buscada, ciudad no abandonada”» (Is 62,10-12).