
Las lágrimas de San Pedro (El Greco)
Aquí estoy, Señor
En el evangelio de Lucas leemos: «¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Lc 22,31-32). Pedro volvió cuando se le secaron las cuencas de los ojos de tanto llorar. Todos los discípulos abandonaron a Jesús, pero de ningún otro se dice que llorase. Pedro fue el discípulo escogido por Jesús para que, a causa de sus lágrimas, pudiese confirmar en la fe y la esperanza al resto del grupo. La oración de Jesucristo sobre Pedro es una oración de intercesión para atarle a un mismo camino que, pasando por el misterio de la cruz, culmina en el encuentro con el Padre. Cuando dice al apóstol: «He rogado por ti», es porque va a atarle a su forma de ser Pastor para que Pedro, en su camino hacia el Padre, lleve adelante su misión de rescatar a sus hermanos.
En esta línea podemos afirmar que «rezar por los enemigos» no es pedir simplemente a Dios por su conversión y desentenderse sin más de ellos; significa implicarse personalmente con ellos y atarlos al mismo itinerario hacia Dios. Jesucristo ruega por Pedro y le ata a ese mismo destino: Pasar de la muerte a la vida; le ata a su viaje, a su Pascua, a su victoria. Más todavía, le ata a su comunión con el Padre. En Pedro, Jesús ata a todo hombre a su divinidad para presentarlo divinizado ante el Padre.
Por eso, todos nosotros estamos también atados a la victoria de Jesucristo, a su unión con el Padre por el hecho de ser miembros de la gran asamblea (Salmo 40), la que escucha la voz del Hijo y se adhiere a Él: «No ruego solo por estos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí para que todos sean uno. Como tú, Padre en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17,20-21). En la Iglesia hay gran variedad de vocaciones y formas de vivir la fe, pero un solo hilo conductor que nos identifica como discípulos. Lo que nos posibilita la permanencia en Dios es el Evangelio, que nos hace ser uno con el Padre y con el Hijo. El mundo sabrá y creerá quiénes son los cristianos cuando vea brillar en ellos la luz del Evangelio. La encarnación del Hijo de Dios es definida por Zacarías, padre de Juan Bautista, como la «Luz que nos ha visitado de lo alto» (Lc 1,78). El Evangelio es el perenne Emmanuel -Dios con nosotros- que visita y salva al hombre.
Pedro representa la inconsistencia del hombre, que dice amar a Dios pero que, en realidad, no es consciente de su debilidad. Y de la misma forma que Jesús, señalando a Pedro, desvelaba su flaqueza: «Te digo, Pedro: no cantará hoy el gallo antes que hayas negado tres veces que me conoces» (Lc 22,34), de igual modo estaba señalando también la debilidad de todo hombre para seguirle.
Después de la pesca milagrosa y tras haber comido con los discípulos, Jesús resucitado preguntó por tres veces a Pedro si le amaba. Y por tres veces le encomendó que apacentara el rebaño de Dios (Jn 21,15-17). Este texto es maravillosamente comentado por san Agustín. Dice: La prueba de amor que Dios pide a Pedro es apacentar sus ovejas como buen pastor. Es inútil prometer a Dios un seguimiento fiel hasta la muerte y no porque estemos mintiendo al expresar así nuestro deseo; simplemente, nos estamos olvidando de nuestra debilidad. Por eso, la prueba máxima de amor que está contenida en el Shemá, es amar a Dios escuchando su Palabra, y amar a los hombres transmitiendo el Evangelio que de Él hemos recibido.
¿Me amas, me quieres, me amas más que estos? Son las tres preguntas de Jesús que nos recuerdan el Shemá: con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas. Ante la respuesta de Pedro, Jesús, por tres veces, le dice lo mismo: «Apacienta mis ovejas»; protégelas y guárdalas, cobíjalas bajo tu fe, no huyas como los asalariados. Las ovejas son tuyas porque yo te las doy; dales a comer el alimento con que yo te alimento a ti y que hasta ahora no conocías (Jn 4,32). Fortalece a mis corderos con la Palabra viva del Evangelio, no con leyes ni moralismos sino con la Palabra llena de Dios.
Comenta san Agustín que Dios ve que le amamos realmente cuando amamos a nuestros hermanos dándoles el pasto de la Palabra viva. Es necesario irradiar la luz del Evangelio tanto mediante la predicación como haciendo las llamadas obras de misericordia (Mt 25,35-36). Es así como la Iglesia lleva adelante la voluntad de Dios que es que todo hombre se salve.
El Buen Pastor es Jesucristo, y el verdadero pastoreo aparece a partir de su muerte y resurrección. Los discípulos habían visto maravillas y milagros sin que estos fuesen realmente efectivos en lo que respecta a la conversión del corazón. Todavía no habían sido comprados con la sangre del Mesías y, por tanto, no tenían en su espíritu la vida de Dios.
A partir de Jesucristo, tenemos esta novedad: La acogida de la Palabra lleva al pastoreo, y la predicación crea la fe en los oyentes. Pero en esta misión se vislumbra el peligro de los lobos, que pueden no sólo atacar desde fuera al rebaño sino también desde dentro. Ya vimos cómo Pablo, en su despedida de la comunidad de Éfeso, la pone en alerta acerca de este peligro.
La Iglesia primitiva tenía la conciencia clara y absoluta de que había sido instituida por Dios para evangelizar, es decir, para amar al ser humano dándole lo mejor que puede recibir: La vida eterna del Evangelio. Los pastores que Dios ha puesto al frente de su grey no son asalariados, no huyen en el momento de la prueba, tanto si esta cae sobre el rebaño como sobre ellos mismos; son buenos pastores porque están sostenidos por el mismo Dios y, cuando llega el Príncipe de la mentira con sus trabas e incluso con la persecución, vuelven sus ojos llenos de sabiduría a los pliegues de su corazón, y allí encuentran, grabado por el Espíritu Santo, el Shemá: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc 10,27). Agradecidos porque son conscientes de que Dios ha grabado estas palabras en su corazón, tal y como prometió por el profeta Jeremías (Jer 31,33), fijan sus ojos en Él y le dicen: “¡Aquí estoy, Señor!”.