Jesús ante Anás y negación de Pedro

Jesús ante Anás y negación de Pedro (Duccio)

Conozco al que me envió

Pedro, a quien Jesús llama bienaventurado por haber recibido la revelación del Padre (Mt 16,17), cuando llega el momento de acompañar al Hijo de Dios hasta el nuevo Sinaí, dice: «No conozco a ese hombre». Mientras se trate de cumplir más o menos leyes y preceptos, se puede hacer cualquier tipo de promesa. Pero si llega un momento en que hay que arriesgar la vida, es entonces cuando las negaciones de Pedro son también las nuestras. Y Pedro no mentía cuando decía que no conocía a Jesucristo. No mentía; simplemente aún no tenía en su interior la Palabra vivificante que provoca el conocimiento de Dios, punto de encuentro entre Dios y el hombre.

Por eso Pedro, por más que ya había sido escogido por Jesús como cabeza de la Iglesia, no puede subir con Él al monte. Se queda abajo a causa del miedo, al mismo nivel que el pueblo de Israel en el Sinaí, en la lejanía. No pudo reconocer a Jesucristo como Dios porque tampoco conocía todavía el Evangelio de la gracia.

Y lo mismo ocurría con el resto del pueblo que había sido testigo de sus señales, milagros y predicación: No pudieron reconocerle como Dios pues aún no les habían sido abiertos los oídos para que la Palabra pudiera penetrar en su interior. Los judíos preguntaron a Jesús que por quién se tenía a sí mismo. Jesús les respondió: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre quien me glorifica, de quien vosotros decís: “Él es nuestro Dios”. Y sin embargo no le conocéis. Yo sí que le conozco, y si dijera que no le conozco, sería un mentiroso como vosotros. Pero yo le conozco, y guardo su Palabra» (Jn 8,54-55).

El mismo Juan, en el prólogo de su evangelio, nos da la clave del conocimiento de Dios, de aquel de quien los hombres se escondieron y mantuvieron la distancia. «A Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Es, pues, Jesucristo quien nos revela el misterio de Dios, quien, al presentarse como Buen Pastor, proclama que conoce a sus ovejas y las suyas le conocen a Él, de la misma forma que Él conoce al Padre y su Padre le conoce. Jesucristo establece una relación entre Dios y el discípulo que se basa y fundamenta en la sabiduría que Él tiene, y que le permite su relación filial con el Padre. El Hijo de Dios, Buen Pastor, da su vida por sus ovejas para hacer posible esta relación asombrosa. Con su muerte y resurrección, el conocimiento que el hombre tiene de Dios conlleva una relación de comunión y de unidad al estilo de la de Jesucristo, que pudo decir: «Yo y el Padre somos uno». Eran uno porque les unían las Santas Escrituras que Jesús, como hombre, escuchaba y guardaba en su interior. Jesús llevaba adelante su misión conforme a la sabiduría que recibía del Padre.

En la Carta a los hebreos se nos explica por qué la Palabra es punto de convergencia entre Dios y el hombre: «Ciertamente, es viva la palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón» (Heb 4,12). Penetrar hasta el corazón es una de las definiciones bíblicas del término conocer. El autor de la Carta a los hebreos define a la Palabra como viva, eficaz y penetrante.

Jesucristo, el Buen Pastor, muere por el hombre para darle esta Palabra eficaz. Dio su vida para propiciar entre Dios y el hombre un encuentro al que se llega por medio de la Palabra, a la que hemos visto comparada con una espada. Ella se va abriendo camino en nuestro interior entre los huesos muertos de los que habló el profeta Ezequiel (Ez 37,), y que hemos almacenado a lo largo de nuestra existencia. El Evangelio llega así hasta el corazón del hombre, escruta sus pensamientos y sentimientos y lo aquilata, lo convierte, lo pacifica.

Dios penetra con su sabiduría hasta el corazón y purifica el alma. Esta puede decir con el salmista, «Mi alma se aprieta contra ti, tu diestra me sostiene» (Sal 63,9). El alma, purificada por el Evangelio, está con Dios, apretada a Él. Se siente y se sabe sostenida por la diestra de Dios, por su fuerza y poder; la misma fuerza que sostuvo a Jesucristo en su temor y angustia subiendo al Calvario. Por eso, el hombre, así fortalecido, puede hacer suyas las palabras de consuelo que el salmista pone en boca de Dios: «Pues él se abraza a mí, yo he de librarle; le exaltaré, pues conoce mi nombre. Me llamará y le responderé; estaré a su lado en la desgracia, le libraré y le glorificaré» (Sal 91,14-15). Puede así subir al nuevo Sinaí de la presencia de Dios, al monte donde se prende el fuego cuyas llamas suben a lo alto. Puede, en definitiva, enfrentar el terror de la noche, es decir, la tentación y la prueba.

La Palabra penetra en el corazón, arropa al espíritu y es roca para el hombre; se hace inmanente con Él: es Dios con nosotros. Nos diviniza, como expresaban tantos Padres de la Iglesia. Jesucristo aseguró esta permanencia de su amor en el hombre: «Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (Jn 15,7.10).

Así como en el Horeb las llamas subían a lo alto, Jesucristo, palabra de Dios probada al fuego, también subió a lo alto en su ascensión. Este acontecimiento ya había sido anunciado veladamente en el Antiguo Testamento en la figura del profeta Elías. Este, imagen de todos los profetas veterotestamentarios, asciende en un carro de fuego mientras caminaba junto a Eliseo: «Iban caminando mientras hablaban, cuando un carro de fuego con caballos de fuego se interpuso entre ellos; y Elías subió al cielo en el torbellino» (2Re 2,11).

Hemos visto que Jesucristo vino a traer fuego al mundo, el Evangelio, para que, quien lo acoja y crea en él, ascienda también como llama de fuego hacia Dios. En este fuego del Mesías vive todo aquel que haga suya su Palabra. En el fuego, perdemos la vida para recuperarla como llamas que suben a lo alto. La Palabra no sube nunca de vacío; llega al hombre purificada por Jesucristo, nuestro mediador, el que fue crucificado para que el espíritu de Dios habitara en el corazón del hombre, y sube de nuevo a lo alto recogiendo nuestra vida: «Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi Palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié» (Is 55,10-11).

Para concluir este apartado, es conveniente señalar que, así como Jesús es al mismo tiempo Pastor y Cordero, es decir, víctima pascual, también es simultáneamente fuego y material de purificación, ya que es hijo de Israel y, como dice el apóstol Pablo, «nacido bajo la ley» (Gál 4,4). Por lo tanto, hijo de Israel, nacido bajo la ley y, al mismo tiempo, fuego de Dios para que la Palabra-Ley se convierta en Palabra-Gracia para, continuando con san Pablo, «rescatar a los que se hallaban bajo la ley» (Gál 4,5).

 

También yo os envío

Jesucristo se supo siempre enviado del Padre; por eso tenía el oído abierto hacia Él. Dios envió a su Hijo para que, cuando volviera a Él no lo hiciera de vacío; le envió para que la Palabra se llenara de gracia y pudiese acontecer la salvación en lo más profundo del corazón del hombre y, desde allí, volviera al Padre, es decir, a su origen, portando con ella a la persona que la acogió y la hizo «carne de su carne y hueso de sus huesos». Jesús dio su vida para darnos la Escritura sin ganga y sin escoria. Nos dio su vida, atravesada por el fuego, para que el hombre pudiera poseer la herencia de Dios: la vida eterna.

Y, de la misma forma que el Padre envió a Jesucristo, también el Hijo de Dios, después de su victoria sobre la muerte, envía a los discípulos al mundo: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,21).

Las primeras predicaciones de la Iglesia nos vienen transmitidas en el libro de los Hechos de los Apóstoles. En él nos encontramos este discurso de Pedro a raíz de una controversia surgida en Jerusalén cuando ya se estaba constatando que el Evangelio de Jesucristo se abría también a los gentiles: «Hermanos, vosotros sabéis que ya desde los primeros días me eligió Dios entre vosotros para que por mi boca oyesen los gentiles la Palabra de la Buena Nueva y creyeran. Y Dios, conocedor de los corazones, dio testimonio en su favor comunicándoles el Espíritu Santo como a nosotros; y no hizo distinción alguna entre ellos y nosotros, pues purificó sus corazones con la fe» (He 15,7-9). Dios mismo visitó y llenó de fuego los corazones de los gentiles y los purificó por la fe, que les vino a causa de la predicación del Evangelio. La Palabra proporcionó a estos hombres lejanos el conocimiento del misterio de Dios.

Pablo tuvo una experiencia profundísima del conocimiento divino. Él había puesto todas las expectativas de su vida en el rígido cumplimiento de la ley. Esto no le impidió ser violento y neuróticamente fanático hasta llegar a perseguir a aquellos que él llamaba una secta. Alcanzado por Jesucristo, como él mismo confiesa (Flp 3,12), nos brinda su propio testimonio: «Lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo y ser hallado en él no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe» (Flp 3,7-9). El conocimiento de Cristo Jesús, vivo en su Palabra, es tan sublime que, como dice el Cantar de los cantares, si alguien intentara compararlo con lo bienes de la casa, sería despreciable (Cant 8,7). Ninguno de nuestros bienes alcanzados con nuestras manos y fuerzas, se puede comparar a la sublimidad del conocimiento de Jesucristo. Pablo vive en el deseo de conocer más y más al Dios que su Hijo nos revela por el Evangelio.

El deseo de Pablo no queda ahí. Desde lo más profundo de su espíritu, desde la Palabra acogida en su corazón enfermo, retorcido (Jer 17,19), y reconstruido por el mismo Jesucristo, sigue instruyendo así a sus ovejas: «Y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de los muertos. No que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús» (Flp 3,10-12). Pablo fue introducido por el mismo Jesús en sus llamas ascendentes, iniciando así también él su camino hacia el Padre.

Podemos tomarnos la libertad de cambiar el verbo alcanzar por el de conocer, y decir: «Habiendo sido yo mismo conocido por Cristo Jesús». Hemos sido alcanzados y conocidos por Jesucristo, el Buen Pastor. Él, con su voz, llega hasta lo más profundo de nuestro ser, purifica nuestros sentimientos. En Él tenemos el acceso a la comunión de conocimiento de Dios, conocimiento unitivo que implica la participación de su nombre: Yo soy el que soy.

La experiencia que Pablo tiene del Hijo de Dios, marca indeleblemente su ministerio como apóstol: la predicación para que el hombre conozca a Jesucristo: «Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo. Pues la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan –para nosotros– es fuerza de Dios» (1Cor 1,17-18). La cruz es una necedad para la inteligencia humana. Incomoda al hombre «sabio» y, predicar sobre ella le parece absurdo porque, según él, atenta contra el crecimiento de la persona; esto, al menos, cuando hablamos de una sabiduría e inteligencia desarrolladas superficialmente. Necio –sin apariencia ni presencia, como dice el profeta Isaías (Is 53,2)– vino al mundo Jesús, naciendo a las afueras de la ciudad más pequeña de Israel, y muriendo como un indeseable fuera de la Ciudad Santa de Jerusalén.

Ninguna señal portentosa, así como ninguna sabiduría humana; ningún mediador nos puede desvelar el misterio de Dios. Sólo el Evangelio de los pobres de espíritu nos rompe el velo de su conocimiento. Continuemos leyendo las palabras de Pablo: «De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación. Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Cor 1,21-24).

Podríamos poner en boca de Jesús estas palabras: «Yo conozco a mi Padre; Él hace saber a mis ovejas quién soy yo: su Enviado. En mí converge el punto de encuentro entre Dios y el hombre. Yo soy el eslabón radiante que ilumina toda tiniebla. Por lo tanto, os digo: Ahí está para vosotros todos, la vida eterna. No hablo de ella en plan definitorio o académico… Os repito, ahí la tenéis, es vuestra». «Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3).