
El Buen Pastor (Bernhard Plockhorst)
«También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a estas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, y un solo pastor» (Jn 10,16).
Hemos visto cómo, a causa de la ley, la relación del hombre queda abocada a un culto exterior, de temor, de apariencia, de formalismo…, en definitiva, es una relación de estancamiento. Este formalismo cultual ya fue denunciado repetidamente por los profetas: «¿A mí qué, tanto sacrificio vuestro? –dice Yavé–. Harto estoy de holocaustos de carneros y de sebo de cebones; sangre de novillos y machos cabríos no me agrada, cuando venís a presentaros ante mí. ¿Quién ha solicitado de vosotros esa pateadura de mis atrios?… No tolero falsedad y solemnidad» (Is 1,11-13).
Jesús, recogiendo la predicación de los profetas, nos dice que el corazón del hombre formalista no está en Dios. Es más, incide en que es semejante al de aquellos que no practican culto alguno. Escuchémosle: «Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso también los publicanos?» (Mt 5,46). Los publicanos eran considerados en Israel seres tan impuros que incluso hasta les estaba prohibida la entrada al Templo. No obstante, también ellos amaban y saludaban a sus hermanos y amigos igual que estos hombres, asiduos al culto, a los que Jesús está denunciando. A fin de cuentas, respecto al mandamiento más importante, el del amor incondicional, no había diferencia entre unos y otros.
Es bueno para nosotros advertir en las palabras de Jesús una denuncia que se dirige, no a unas personas concretas de su tiempo, sino a todo hombre por igual. Hay que tener en cuenta que, quien acepta en la verdad esta denuncia de Jesús con corazón contrito y humillado (Sal 51,19), ya tiene abiertas las puertas del encuentro con el Padre. En definitiva, si es cierto que llevamos dentro la luz de Dios, esta arroja hacia nuestros hermanos signos concretos que dan testimonio de la existencia y presencia de esta luz. Ya vimos anteriormente que rezar por los demás, amigos o enemigos, es atarles a nuestro mismo destino, el de llegar al Padre por Jesucristo.
Sabemos que el pueblo de Israel tiene la misión de ser luz para los pueblos vecinos. Es importante estar alerta porque también nosotros, como ellos, tenemos la tentación de asimilar los dioses de los pueblos-naciones a los que estamos llamados a iluminar. El profeta Jeremías denuncia a sus oyentes diciéndoles que se hicieron vanos por el hecho de ir detrás de la vanidad: «Consagrado a Yavé estaba Israel, primicias de su cosecha. Así dice Yavé: ¿Qué encontraban vuestros padres en mí de torcido que se alejaron de mi vera y, yendo en pos de la vanidad se hicieron vanos?» (Jer 2,3.5). Los ídolos no pueden salvar al hombre. Tampoco nos pueden dar respuestas a todas las preguntas que, a lo largo de la vida, vamos almacenando en nuestro interior. Por ello, el profeta llama inútiles a todos estos dioses falsos: «Los sacerdotes no decían: ¿Dónde está Yavé? Ni los peritos de la Ley me conocían; y los pastores se rebelaron contra mí, y los profetas profetizaban por Baal, y en pos de los inútiles andaban» (Jer 2,8).
A causa de este culto exterior y formalista, Israel no pudo cumplir su misión iluminadora hacia las naciones. Sin embargo, Dios sí la cumplió enviando al Mesías, nacido de entre los hijos de Israel para ser Luz del mundo. Con su victoria sobre la muerte, venció y puso al alcance del hombre la sabiduría de Dios para que toda idolatría quedara en evidencia y, con ella, su inutilidad. Pone a la idolatría en su verdadero lugar: un canto de sirena que no conduce a ninguna parte.
La elección de Israel
Dios, presente en los acontecimientos de la historia de su pueblo, va anunciando progresivamente la salvación de la humanidad. Salvación que acontece definitivamente, y no tanto a causa de un perfeccionismo cuanto por el encuentro con su enviado: el Mesías. Quiso Dios que fuera este pueblo concreto el depositario de la Palabra que habría de iluminar a todos los hombres. Escoge a Israel como punto de arranque, y no porque fuera el pueblo más importante de la antigüedad sino por puro amor. «No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yavé de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres, por eso os ha sacado Yavé con mano fuerte y os ha librado de la casa de servidumbre, del poder de Faraón, rey de Egipto» (Dt 7,7-8).
Dios, porque ama, es salvador. Y Él escoge a Israel para hacer descender su luz y salvación. Un pueblo pequeño, insignificante, sacado de la esclavitud, es el escogido por Dios para ser depositario y testigo de que Él es. Un pueblo al que se manifiesta portentosamente para poder ser conocido como Aquel que no es simple apariencia, como lo son los dioses a los que dan culto todos los demás pueblos. Él, que es «Yo soy el que soy», acampará en Israel para hacer palpable y visible que su fuerza tiene su campo de acción en la debilidad. Y sabemos bien que este es uno de los temas predilectos de la predicación del apóstol Pablo.
«Vosotros sois mis testigos –oráculo de Yavé– y mi siervo a quien elegí, para que me conozcáis y me creáis a mí mismo, y entendáis que yo soy» (Is 43,10). Dios se da a conocer a su pueblo y le encomienda una misión sublime centrada en la figura del Mesías: abrir su Palabra a todas las naciones, que todavía no le conocen. Veamos cómo Isaías la anuncia: «Poco es que seas mi siervo en orden a levantar las tribus de Jacob, y de hacer volver los preservados de Israel. Te voy a poner por luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra» (Is 49,6).
El profeta Zacarías manifiesta que hombres de todos los pueblos volverán su rostro hacia Israel y hasta querrán ir con él porque han sido testigos de la presencia de Dios en este pueblo. Por esta presencia majestuosa y protectora, muchas personas irán a Jerusalén en busca de Yavé, el Dios de Israel: «Y vendrán pueblos numerosos y naciones poderosas a buscar a Yavé Sebaot en Jerusalén, y a ablandar el rostro de Yavé. Así dice Yavé Sebaot. “En aquellos días, diez hombres de todas las lenguas de las naciones asirán por la orla del manto a un judío diciendo: queremos ir con vosotros porque hemos oído decir que Dios está con vosotros”» (Zac 8,21-23).
Dios no eligió a un pueblo encerrado en sí mismo. Israel tenía una misión: llevar al mundo la luz que Dios había depositado en ellos. El pueblo era consciente de la misión que de Él había recibido. Cuando Israel salió de Egipto, había oscuridad en las casas de los egipcios mientras que en las de los israelitas seguían teniendo luz. Estos días gloriosos de su liberación son recordados catequéticamente en el libro de la Sabiduría: «En vez de tinieblas, diste a los tuyos una columna de fuego, guía a través de rutas desconocidas, y sol inofensivo en su gloriosa migración. Bien merecían verse de luz privados y prisioneros de tinieblas, los que en prisión tuvieron encerrados a aquellos que habían de dar al mundo la luz incorruptible de la Ley» (Sab 18,3-4).
Esto nos quiere decir que la elección no va a quedar solamente en Israel. Este pueblo va a llamar la atención de las naciones vecinas que se preguntarán qué es lo que tiene de diferente, qué es lo que les hace distintos a los demás y por qué es tan potente: «Yavé hará de ti el pueblo consagrado a Él, como te ha jurado, si tú guardas los mandamientos de Yavé tu Dios y sigues sus caminos. Todos los pueblos de la tierra verán que sobre ti es invocado el nombre de Yavé y te temerán» (Dt 28,9-10). La relación de todos los pueblos de alrededor con sus dioses estaba basada en el temor. Por eso se asombran al constatar que el Dios de Israel no sólo es infinitamente superior a sus dioses; es que, además, son testigos de que Él, grande y poderoso, bendice y protege a su pueblo. Vemos cómo, a partir de hechos históricos, Dios se hace presente en Israel, de una forma especial, como luz que llama la atención de todos.
Salvación para todos
La salvación de Dios para el hombre, no tiene fronteras, no distingue pueblos, razas, color o culturas determinadas. Es universal, escuchemos a Jesús: «También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a esas las tengo que conducir y escucharán mi voz». En la salvación de Dios entramos todos, judíos y gentiles, pueblos del norte y del sur, del este y del oeste, como leemos en el libro del Apocalipsis al presentar la victoria del Cordero, que es Jesucristo: «Compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación» (Ap 5,9).
El Hijo de Dios se hizo carne; en Él y por Él se inaugura un mundo nuevo. Él mismo es el gestador de la fe y el que la hace crecer hasta su máxima expresión: «Porque en él reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente, y vosotros alcanzáis la plenitud en él» (Col 2,9-10). Pablo se está dirigiendo a una comunidad de gentiles y les comunica la misma buena noticia que a los judíos: todos llegamos al culmen de nuestro desarrollo humano en y por Jesucristo. En Él todos somos una nueva creación: «El que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2Cor 5,17).
Este crecimiento completo del hombre viene anunciado de una forma maravillosa en el Prólogo del evangelio de san Juan en el pasaje que nuevamente traemos a colación: «Pues de su plenitud hemos recibido todos y gracia por gracia. Porque la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (Jn 1,16-17). Cada vez que la Palabra alcanza al hombre, es una gracia que nos va llevando a la plenitud. Cuando el Evangelio se hace vida en nosotros, se rompen todos los temores y apariencias. El brazo de Dios, símbolo de su poder salvador y que tan frecuentemente pudo experimentar el pueblo de Israel, se hace presente en la Buena Nueva con su capacidad creadora. Por ella, el hombre es elevado desde su ser de barro hacia una nueva y definitiva forma de existir: como verdadero hijo de Dios.
Lo que eleva a su máxima expresión la dignidad del ser humano, es acoger la gracia progresiva que le proporciona la Palabra. El Evangelio es el punto máximo de la creación del hombre. Creación que tiene su progreso ascendente; gracia tras gracia, palabra tras palabra, iluminación tras iluminación. Todo lo que escuchamos y acogemos en la predicación de la palabra de Dios, tiene su crecimiento dentro de nosotros y nos va catapultando a la perfecta unión con el Padre. En ese sentido sí podemos hablar de la perfección del hombre tal y como nos dice Jesús: «Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48).
No se trata de un perfeccionismo moral, es el perfeccionismo en el sentido puramente bíblico, en el sentido de avanzar por el camino abierto por Jesucristo en nosotros con su Palabra. Palabra que tiene el poder de romper idolatrías y miedos anquilosados, enquistados durante años en nuestro corazón. El mismo significado que tiene la palabra perfección, también la tiene el término cumplimiento: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar cumplimiento» (Mt 5,17). Jesucristo vino al mundo a dar cumplimiento, es decir, a dar plenitud a la palabra de Dios que había sido proclamada por Moisés y los Profetas. En Él la Palabra queda colmada de divinidad. Los santos Padres dicen que el Evangelio es el Libro Santo porque en él Jesucristo está vivo. Él, justo antes de morir en la cruz, exclamó: «Todo está cumplido». Exclamación que podremos traducir así: «Toda la Palabra está colmada de salvación».
Crecimiento y plenitud son don de Dios, don que fue comprado para toda la humanidad con la sangre del Cordero, la sangre que el Hijo de Dios derramó al morir. Todo está cumplido, la Palabra ya está rebosante de Dios. Ya podemos unir nuestro corazón a nuestros labios, librándonos así del culto externo denunciado por los profetas. Por este don, el hombre ya puede amar y alabar a Dios con su boca, con su corazón y con toda su alma. La alabanza surge entonces de nuestro interior por el hecho de ser depositarios y testigos del don que Dios nos hace por medio de su Evangelio. Así fue la alabanza de la virgen María, cuyo espíritu se alegra en Dios porque el poderoso ha hecho grandes obras en ella (Lc 1,46-49). El culmen del Evangelio, el «todo está cumplido» de Jesucristo a favor del hombre, hace que este pueda alabar a Dios en espíritu y en verdad, con su vida misma exenta de mentira.