Según los datos publicados en algunos medios, en España el número de bodas civiles supera al de enlaces religiosos de una manera especialmente acentuada en algunas regiones. Esto puede tener una lectura positiva si implica que muchas parejas que no tienen fe, ya no eligen casarse por la Iglesia por sus padres o por otros motivos que tienen poco que ver con valorar el sacramento del matrimonio católico.
Lo que no cuadra es que entorno al 80 % de la población se considere católica y ni la mitad opte por el matrimonio católico. Tampoco es lógico que «solo» el 36 % de los contribuyentes marquen la casilla de la Iglesia. No hay que ser sociólogo para entender que mucha gente acepta a Cristo, pero no a la Iglesia. Cuando esto sucede, en muchas ocasiones el católico no practicante tiende a crearse su propia escala de valores, no a partir de la comprensión del Evangelio, sino conforme a las ideas más extendidas. Además, se olvida que la Iglesia no la inventaron los curas -más de uno lo pensará así-, sino que fue instaurada por Cristo para llevar su Palabra a través de los tiempos. Él comprobó, en primera persona, que no iba a estar formada por personas perfectas cuando Pedro, el primer papa, le negó tres veces antes de abandonarle. Aun así, prometió protegerla hasta el fin de los tiempos.
No me parece que sea pretexto suficiente que alguien no viva su fe con compromiso por el cura «tal» o el obispo «no sé quién». Si uno no profundiza en su fe es por comodidad, porque hoy en día hay infinidad de medios de evangelización, de grupos y de caminos para seguir a Cristo. Nos pasa como a los peregrinos de Emaús que con su “nosotros esperábamos”, sus pegas, no se habían percatado de que Cristo caminaba junto a ellos.
Tan apegado como estoy al carisma franciscano, entiendo que la Iglesia no se arregla con excusas, sino que se debe cambiar a partir de cada uno de nosotros, desde nuestro interior, porque cada uno somos parte de la Iglesia y con nuestro ejemplo podemos consolidar sus grietas. Cristo está cada día a nuestro lado y es una pena que muchas veces no le reconozcamos.