
Fotografía: Aurelien Guichard (Flickr)
Apóstrofe imprecatorio contra los jueces de Israel. La espiritualidad del pueblo consideraba a estos como «dioses» por la misión que les había sido confiada: la de hacer justicia a los israelitas en nombre de Dios. Había de ser, pues, una justicia imparcial que no se viera empañada por sobornos, influencias o prebendas.
Sin embargo, la experiencia que el pueblo tiene de los jueces es muy amarga; su corazón está lleno de iniquidades que hacen que inclinen la balanza de la justicia hacia sus intereses: «¿Es verdad, poderosos, que dais sentencias justas? ¿Acaso juzgáis a los hombres con rectitud? ¡Al contrario! En el corazón, planeáis la injusticia, y, en la tierra, vuestra mano inclina la balanza a favor del violento».
A los jueces les encanta que les llamen «dioses» por la excelsa misión que tienen. Pero, ante su forma de actuar, de cumplir el encargo que Dios les ha encomendado, al salmista no le tiembla la boca al señalarlos como impíos, extraviados y venenosos como las serpientes: «Desde el seno materno se extravían los injustos, desde el vientre los que pronuncian mentira. Llevan veneno como veneno de serpiente. Son como víboras sordas que tapan sus oídos…».
Nos es fácil ver al Hijo de Dios como aquel que sufre en su carne la malicia e iniquidad de los jueces. Él, inocente cordero sin culpa ni mancha, será condenado como el gran pecador entre todos los pecadores; y lo más grave es que «la conveniencia de su condena para bien del pueblo» es proclamada sin sonrojo por el sumo sacerdote.
Veamos los hechos. Una vez que Jesús resucitó a Lázaro, las autoridades judías decidieron su muerte, pues, la señal que había hecho era tan incontestable que muchos judíos creyeron en Él. Ante tal realidad, los sumos sacerdotes y los fariseos celebraron consejo para deliberar. Concluyeron que si le dejaban seguir actuando, terminarían todos creyendo en Él, por lo que vendrían los romanos y destruirían el remplo y la nación. Ante tal peligro, el Sumo Sacerdote de aquel año, que era Caifás, emitió su juicio: «Vosotros no sabéis nada, ni caéis en la cuenta que os conviene que muera un solo hombre por el pueblo y no perezca toda la nación» (Jn 11,49-50).
Digamos que este fue el prólogo que dio lugar a su detención y consiguiente farsa del juicio que hicieron a Jesús: «Dijeron todos: entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios? Él les dijo: Vosotros lo decís: yo soy. Dijeron ellos: ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos, pues nosotros mismos lo hemos oído de su propia boca?» (Lc 22,70-71).
Hemos definido este juicio como una farsa pues, como hemos dicho antes, la muerte de Jesús ya estaba de antemano decidida a causa del signo que dio con la resurrección de Lázaro. Inicuo el testimonio-juicio del hombre contra Dios. Inicuo y retorcido; y es porque el hombre, en su necedad, piensa que Dios contraviene a sus intereses.
Sin embargo, si hemos insistido en lo inicuo y falso del juicio del hombre contra Dios porque ve tambalear su poder y «autonomía», hablaremos con propiedad y verdad del testimonio-juicio glorioso y deslumbrante que el Padre hizo de su Hijo al resucitarle.
El apóstol Pablo testifica el testimonio-juicio que el Padre hace en favor de su Hijo, sometido a la iniquidad del hombre. En su Carta a los efesios alaba la grandeza y el poder de Dios Padre, que ha hecho del Hijo de Dios nuestra esperanza. Ha desplegado su fuerza poderosa en Él: «Resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero» (Ef 1,20-21).
Para nuestra sorpresa, vemos que Dios Padre permitió que el primer testimonio-juicio dado en favor de su Hijo, viniese no de alguien del pueblo elegido sino de lo que Israel llamaba un gentil, es decir, un pagano. Es el testimonio del centurión romano que dirigía la ejecución de Jesús: «Al ver el centurión lo sucedido, glorificaba a Dios diciendo: Ciertamente este hombre era justo» (Lc 23,47).
Nos dice el evangelista que de la boca de este gentil y, por lo tanto, aparentemente alejado y ajeno a las promesas que Dios había proclamado a Israel, salieron estas palabras exculpatorias «al ver lo que había sucedido», y que, precisamente por eso, había glorificado a Dios. ¿Qué es lo que había sucedido que tanto llamó la atención del centurión romano y le llevó a decir tales palabras? Pues que inmediatamente antes de morir se rasgó el velo del remplo.
El velo del templo, signo de la separación entre Dios y el hombre. Signo del Dios totalmente inaccesible. Signo-muro infranqueable que fue rasgado por la sangre del cordero inocente. A partir de entonces, Dios ya no es extraño para el hombre. Esto es lo que hizo testificar al centurión en favor del Crucificado.