
Fotografía: Iglesia en Valladolid (Flickr)
En este salmo nos es fácil imaginar a Israel como una gran asamblea entonando un himno de aclamación a Yavé porque ha sentado su trono de gloria en Jerusalén. «Grande es el Señor y digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios. Su monte santo, altura hermosa, alegría de toda la tierra… Dios se ha manifestado como un alcázar».
El salmista nos describe el esplendor de la Ciudad Santa, encomiando amorosamente el templo y ensalzándolo como cumbre de Jerusalén; lugar santo por excelencia donde Israel canta y evoca el amor que Yavé tiene por su pueblo. «Oh Dios, meditamos tu amor en medio de tu templo; como tu nombre, oh Dios, también tu alabanza alcanza los confines de la tierra».
Es importante señalar que el autor, inspirado por el Espíritu Santo, profetiza que la luz de Dios, asentada en el templo santo, se extenderá un día a todos los pueblos del universo.
La Iglesia siempre ha tenido conciencia de que los salmos no son simplemente poemas literario-religiosos como los que tienen numerosos pueblos con sus respectivas religiones. La Iglesia, desde el principio, ha comprendido y afirmado que los salmos fueron inspirados por el Espíritu Santo como oración por excelencia, tanto individual como comunitaria. El autor de la Carta a los hebreos, en su comentario catequético al Salmo 95, nos transcribe la primacía del Espíritu Santo en la composición de estos poemas oracionales. «Por eso, como dice el Espíritu Santo: si oís hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones…» (Heb 3,7-8).
Este texto nos da base para afirmar que, cuando el salmo que nos ocupa anuncia una luz y alabanza universal que alcanzará a todos los pueblos y naciones partiendo del templo santo, está anunciando proféticamente al Mesías. Efectivamente, el Hijo de Dios proclama de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12).
Luz que alcanza a todo hombre iluminando las tinieblas propias del pecado original que habita en él. Luz de salvación que «acontece» en el ser humano por medio de la predicación del Señor Jesús, sin distinción alguna de raza, cultura, religión, condición social, etc. Esta realidad salvífica nos viene transmitida frecuentemente con una fuerza persuasiva en el Nuevo Testamento; escuchemos por ejemplo el testimonio del apóstol Pablo: «Revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador, donde no hay griego ni judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo en todos».
Volvemos al salmo donde vemos reflejado que en esta universalidad de la Palabra para todo hombre, Dios se erige a sí mismo como guía y conductor de la unidad de todos los hombres: «Este Dios es nuestro Dios. Él nos guiará por siempre jamás».
Dios, que se presenta como aquel «que nos guía», suscita al Mesías, su Hijo. Él es el enviado del Padre para reunir a todos los hombres como un solo rebaño: «Yo soy el buen pastor, conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí» (Jn 10,14). El mutuo conocimiento entre el pastor y las ovejas, conocimiento que trasciende toda sabiduría e iluminación humana, es posible porque Dios ha entregado su palabra-luz al hombre por su propio Hijo.
La Palabra ofrecida al hombre no es solamente luz para conocer a Dios, es también el eslabón divino que nos une a todos; es, pues, el fermento de la unidad y comunión entre nosotros. Jesucristo anuncia que su misión es hacer emerger en el mundo un solo rebaño, por el hecho de que este escucha su voz. «También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a esas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,16). Un solo rebaño y un solo pastor en Jesucristo, por lo que, así como Él está en comunión con el Padre, podamos también todos los hombres de la tierra entrar en comunión con Dios.
Tan maravilloso don de la unidad de todos los hombres con Dios, nos viene expresado por el apóstol Pablo en estos términos tan convincentes: «Poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos» (Ef 4,3-5).