
Fotografía: nthy ramanujam (Flickr)
Normalmente cuando me faltan cinco minutos para llegar al portal de mi casa, saco las llaves. Me gusta hacer este gesto, porque me parece que al tenerlas en mis manos me queda un poquito menos para entrar por la puerta de casa. Es, nada más y nada menos, algo sugestivo, pero funciona.
El otro día, me fijé en la cantidad de llaves que tenemos de casa. En mi llavero: la del portal, la del buzón, la de la puerta del garaje, la del acceso del garaje a las escaleras, la del trastero, la blindada, la del cerrojo y la del bombín; estas tres últimas ya de la puerta de casa. En total ocho. Y me sorprendió, porque me pareció una barbaridad. Cuando llegó Alberto a casa se lo comenté y nos sonreímos los dos.
Increíble. A veces esta sociedad en la que vivimos nos pone presos en nuestras propias casas. Y muchas veces son peores las llaves que no se ven que las que se ven. Cuántas veces ponemos cerrojos a nuestros oídos cuando alguien necesita que le escuchemos, o a nuestras manos, cuando alguien precisa de una caricia, y en la puerta más importante: la de nuestro corazón, cuando debiéramos abrirla de par en par a todos los que nos encontramos cada día.
El Señor “se muere” por pasar adentro y encontrarse en nuestro corazón con los demás hermanos. Así que intentemos cada día, ir deshaciéndonos de las “llaves” innecesarias que solo nos hacen presos de nuestro propio egoísmo.