Amanecer en el monte Sinaí

Stephanie Watson (Flickr)

Dios llama nuevamente a Moisés al monte Sinaí para renovar la Alianza con el Pueblo de Israel (Ex 34, 1). El monte, en el contexto de las Sagradas Escrituras, es el lugar privilegiado de la manifestación de la gloria de Dios. Abraham e Isaac vieron la gloria de Dios en el monte Moria en el momento del sacrificio donde, como dicen los Santos Padres de la Iglesia, aparece la fe sobre la tierra.

Es en el monte de las Bienaventuranzas donde brilla impresionantemente la gloria de Dios, dándonos el sermón de la Montaña, culmen de la revelación de Dios al hombre. Es, en fin, en el monte del Calvario donde brilla en todo su esplendor la gloria de Dios, uniendo en su Hijo crucificado el Cielo con la Tierra, llenando el mundo de sal, luz y fermento, que hacen posible que el hombre sea divinizado.

Pues bien, Moisés recibe las tablas de la Ley, es decir, la Alianza entre Dios y el hombre en el monte Sinaí, y queda impregnado tan profundamente de la gloria de Dios que nos dicen las Escrituras que: «la piel de su rostro se había vuelto radiante por haber hablado con Dios» (Ex 34, 29). Y es que cuando un hombre se acerca a la intimidad con Dios queda iluminado, porque ha sido bañado por la luz que no se extingue.

Si somos hijos de la luz, cuando nos acercamos a Dios somos semejantes a Él, como nos dice San Juan: «queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a Él porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2). Es decir, que cuando nos acercamos a Dios y entramos en su voluntad se realiza en nosotros el sentido más profundo de la creación de Dios, el cumplimiento más perfecto, ya que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26).

Jesucristo, imagen de Dios invisible como nos dice San Pablo (Col 1, 15), es Dios y también el hombre perfecto. Es el nuevo Adán, donde la creación de Dios llega a su plenitud. Es en y por Jesucristo que el hombre puede acercarse a Dios, pues el mismo Jesucristo se define como camino. Yo soy el camino, dirá Jesús (Jn 14, 16), y a continuación añade: «nadie va al Padre sino por mí». De hecho, los judíos llamaban a los primeros cristianos los hombres del camino.

El rostro de Moisés quedó radiante en este encuentro con Dios hasta tal punto que, cuando hablaba con su pueblo, tenía que ponerse un velo (Ex 34, 33-35). También Jesús, luz del mundo (Jn 8, 12) y rostro radiante de la gloria del Padre, se pondrá un velo ante los hombres para que sólo lo reconozcan aquellos que, a través de un proceso de conversión, lleguen a ser hijos de la luz.

Este velo que Jesús se pone ante los hombres es su humanidad que, como un deshecho, es clavada en la cruz. El profeta Isaías nos revela este rostro de Jesús velado, en el cuarto canto del siervo de Yahvé: «No tenía apariencia ni presencia; le vimos y no tenía aspecto que pudiéramos estimar. Despreciable y deshecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta» (Is 53, 2-3). Y más adelante, en el versículo 11 del mismo capítulo, dirá: «Por las fatigas de su alma verá la luz, se saciará».

De Jesús en adelante todo discípulo, para continuar su misión, llevará sobre su rostro este velo del siervo de Yahvé. Eso implica que será odiado y despreciado por los hijos de este mundo, pero esto no impedirá que brille con la luz de Dios, porque ya ha resucitado con Jesucristo. Así, en el libro del Apocalipsis, escuchamos: «Verán su rostro y llevarán su nombre en la frente. Ya no habrá noche; no tienen necesidad de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos» (Ap 22, 4-5).

Estas palabras, que se cumplen en los cristianos que han perdido su vida por Jesús y su Evangelio (Mt 16, 25-26), tienen primer cumplimiento en el primer mártir de la Iglesia, San Esteban, que será prototipo de los cristianos de todas las generaciones futuras. Efectivamente, vemos como el rostro de San Esteban brilló cuando le estaban condenando: «Fijando en él la mirada todos los que estaban sentados en el sanedrín, vieron su rostro como el rostro de un ángel» (He 6, 15). Es decir, Esteban queda transfigurado al ver la gloria de Dios y ve la gloria porque ha perdido la vida por Él.