Desierto

En Éxodo 33, 12-17 encontramos uno de los textos más impresionantes acerca de la oración, en todas las Sagradas Escrituras. Moisés suplica a Dios que se dé a conocer, que se le manifieste. Está inmerso en un mar de dudas, pues no termina de vislumbrar a este Dios que aparece y desaparece, a este Dios conocido y desconocido. Moisés está acostumbrado, como todo hombre, a conocer las cosas y las personas por su nombre, y a explorarlas hasta lo más profundo de su ser con sus propias manos.

Moisés ha oído muchas veces la voz de Dios. Ha visto sus señales-prodigios-milagros en muchas ocasiones, pero Dios sigue siendo para él y, sobre todo en los momentos críticos, el gran ausente, el gran misterio que no puede abarcar. Moisés comprende que más allá de la voz de Dios, más allá de sus señales-prodigios-milagros, que son sólo para momentos determinados y que le dejan una secuela de soledad, debe encontrar otro camino para contactar con Dios y este camino será la oración.

Efectivamente, es la oración el modo más perfecto en donde el hombre se encuentra con Dios. Allí no hay posibilidad de engaño. Allí el hombre queda libre de falsas ilusiones o de espejismos. Allí el hombre queda libre de sus neurosis activistas, por muy santas que sean, y se sitúa en un auténtico plano Tú-yo de su relación con Dios.

En este encuentro orante, Moisés escucha de Dios palabras que podemos llamar inefables: «Has hallado gracia a mis ojos, yo te conozco por tu nombre» (Ex 33, 17). La raíz de toda actitud orante es precisamente ésta: que Dios conoce tu nombre y que tú conoces el nombre de Dios.

¿Cómo fue la oración de Jesús? Sabemos por los evangelios que Jesús oraba con frecuencia, incluso que pasaba noches enteras en oración. De entre los muchos pasajes evangélicos que nos hablan de la oración de Jesús vamos a entresacar uno, que nos relata la auténtica relación de Jesús con su Padre. Me refiero a la agonía de Jesús relatada por San Lucas en 22, 39-46.

Aquí aparece Jesús en un auténtico combate, pues esto es en esencia la oración: un combate entre tu voluntad o hacer la voluntad de Dios. Jesús postrado de rodillas dice: «Padre, si quieres aparta de mí esta copa, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42). En San Marcos 14, 36 dirá más crudamente aún: «¡Abba, Padre! Todo es posible para ti. ¡Aparta de mí esta copa! Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.

En un combate sin tregua, Jesús ante el miedo y la angustia, que siente humanamente ante la muerte, hace un tipo de oración que supone una novedad en toda la experiencia de oración del Pueblo de Israel: entrar en oración no para satisfacerse a sí mismo, no para que Dios haga su voluntad sino -y aquí está la novedad- para hacer la voluntad de Dios.

Cuando Jesús dice de rodillas «todo es posible para ti», está diciendo que para Dios es posible renunciar hasta a su propia voluntad para hacer la voluntad de hombre. Y ésta es la experiencia de Israel en el desierto, la de doblegar a Dios para que hiciese su voluntad. Por eso, escuchamos en el Salmo 95, 8-9 esta queja de Dios: «¡Oh, si escucharais hoy su voz! No endurezcáis vuestro corazón como en Meribá, como el día de Massá en el desierto, donde me pusieron a prueba vuestros padres, me tentaron aunque no había visto mi obra».

Para Jesús entrar en oración es entrar en la voluntad de Dios, es entrar en la Pasión. Por eso, vemos en Lucas 22, 44 que «sumido en agonía insistía más en su oración. Su sudor se hizo como espesas gotas de sangre que caían en tierra». Estas gotas de sangre que caen del rostro de Jesús preanuncian la Pasión que se ha de consumar horas más tarde, de modo que su oración es una oración en la que ofrece su vida.

En la espiritualidad cristiana oración y Pasión van indisolublemente unidas, y esto no es una actitud fatalista, sino que es una Pasión que nos proporciona la Vida Eterna. Consecuentemente, Jesús dirá: «Por eso me ama el Padre. Porque doy mi vida para recobrarla de nuevo» (Jn 10, 17).