
Moisés y la zarza ardiente (atribuido a Dieric Bouts)
Dios envía a Moisés para liberar a su pueblo. Toda opresión que anida en el corazón del hombre le impide a éste reconocer a Dios, este Dios que interviene en la historia del hombre concreto, que tiene nombre y apellido, y que se revela en lo más profundo de su ser diciéndole lo que a Moisés: «Yo soy el que soy» (Ex 3, 14). Con esta definición, Dios se revela a sí mismo como aquel que actúa para la salvación del hombre.
Moisés ha recibido esta revelación del nombre de Dios y es enviado a la misión, pero pobre de él, no se siente con ánimo ni con fuerza de realizarla. Es consciente de que la misión le supera totalmente. Y Moisés dialoga con Dios manifestando su impotencia (Ex 4, 1). Dios entonces le va a dar las armas que serán en adelante las constitutivas de todo hombre que realiza la misión de Dios: la cruz y un corazón nuevo.
Efectivamente, Dios le dice a Moisés: «¿Qué tienes en tu mano?». «Un cayado», respondió él. Yavé le dijo: «Échalo a tierra». Lo echó a tierra y se convirtió en serpiente y Moisés huyó de ella. Dijo Yavé a Moisés: «Extiende tu mano y agárrala por la cola». Extendió la mano, la agarró y volvió a ser cayado en su mano (Ex 4, 2-4).
El cayado es la cruz que, echada en tierra como Jesús-grano de trigo, se convierte en serpiente, imagen del pecado. Así nos dirá San Pablo que Jesucristo se hizo pecado por nosotros. El pecado es sinónimo de la muerte, por eso Moisés huye y aquí personifica al hombre que tiene una repulsa instintiva frente a la cruz, frente al sufrimiento y, por eso, se evade de Dios continuamente. Pero Dios impulsa a Moisés a no tener miedo y la serpiente vuelve a ser cayado que, tomado por Moisés, se convierte en su apoyo para realizar la misión. La Iglesia siempre entendió desde sus comienzos que toda misión, toda evangelización tiene su apoyo y su fecundidad en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.
Después dijo Yavé: «mete tu mano en el pecho». Metió él la mano en el pecho y cuando la volvió a sacar estaba cubierta de lepra, blanca como la nieve. Y Yavé le dijo: «vuelve a meter la mano en tu pecho». La volvió a meter y cuando la sacó de nuevo estaba ya como el resto de su carne» (Ex 4, 6-7).
El hecho de meter Moisés la mano en el pecho es para colocarla en lo más profundo de su corazón, por eso y porque Moisés no es mejor que los demás la saca llena de lepra, es decir, Moisés tiene también un corazón impuro. Dios le va a cambiar el corazón mandándole meter nuevamente la mano en el pecho y sacándola limpia de toda impureza.
Eso nos recuerda la oración del fariseo y el publicano narrada por Lucas 18, 9-14, en la que el fariseo es condenado por sus palabras y el publicano es justificado por golpearse el pecho, entrando en lo más profundo de su corazón, como Moisés. Por otra parte, el salmista nos dirá: «Oh Dios crea en mí un corazón puro» (Sl 51, 12). Nos enseña que Dios perdona y crea al mismo tiempo. Que el acto de perdón no es por parte de Dios un mejoramiento de la condición humana, sino una creación como hijos de Dios. Y es en este sentido que tenemos que entender la sexta bienaventuranza: «Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8).