
Fotografía: Lawrence OP (Flickr)
En el presente artículo deberíamos hablar de la muerte de Moisés, como conclusión de los diferentes acontecimientos de su vida, que han sido relatados anteriormente. Pero más que hablar de la muerte de Moisés vamos a hablar de su pascua, es decir, de su paso al Padre, pues así es cómo hay que interpretar el fin de los días de este amigo de Dios, con quien le unía una intimidad tan grande que hablaba con Él cara a cara.
La muerte o pascua de Moisés nos viene relatada en el capítulo 34 del Libro del Deuteronomio. En el mismo, vemos cómo Yavhé muestra a Moisés desde el monte Nebo la Tierra Prometida y le dice: «ésta es la tierra que bajo juramento prometí a Abraham, Isaac y Jacob diciendo: ‘a tu descendencia se la dará’. Te dejo verla con tus ojos, pero no pasarás a ella» (Dt 34, 4). La Tierra Prometida es, en el lenguaje de la Escritura, la imagen del Reino de los Cielos.
Dicen los santos padres de la Iglesia que contemplar a Dios es poseerlo. De modo que el cristiano que, a lo largo de un itinerario espiritual, ha contemplado los misterios de Dios ya lo posee a Él mismo. De la misma forma tenemos que interpretar que Moisés, cumplida su misión cabalmente en una actitud constante de incondicional amor al Dios que se le revela de gracia en gracia, no necesita pasar con su pueblo a la Tierra Prometida, le basta con verla desde el monte y desde allí hace pascua. Es decir, hace por medio de la muerte su paso hacia Dios al que ha amado y obedecido con todo su corazón, con toda su alama y con toda su fuerza.
Esta situación concreta de Moisés nos recuerda a la del anciano Simeón, que con el Salvador en sus brazos pudo exclamar en el fin de sus días: «ahora, Señor, puedes, según tu Palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 29-32). También Moisés, desgastado por los años y los sufrimientos, cumplida su misión de conducir a su pueblo hacia la tierra que mana leche y miel, puede decir en la cima del monte, exultante de gozo: «ahora, mi Dios, puedes dejar a tu siervo ir en paz».
Moisés recibe de Dios una doble misión: liberar a Israel de Egipto (Ex 3, 9-10) y revelar a este pueblo del nombre divino «yo soy el que soy» (Ex 3, 14). El nombre en la Escritura se identifica con la persona. «Yo soy el que soy», que es como Yavhé se revela a Moisés, quiere decir «yo soy el Dios fuerte, que estoy con vosotros actuando la salvación».
Vemos pues que Moisés es una imagen perfecta de Jesús, que realiza en su plenitud la liberación de un pueblo (toda la humanidad) esclavo y la revelación del nombre divino que es lo que, en definitiva, liberará al hombre de la esclavitud. Por eso, podemos encontrar un paralelismo precioso entre Moisés, que contempla la Tierra Prometida desde el monte Nebo, y el discurso de despedida de Jesús a sus discípulos, recogido por Juan en los capítulos 13 al 17 de su Evangelio y que justamente empieza así: «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1).
Hay muchos aspectos de la despedida de Jesús a sus discípulos que podían haber salido de la boca de Moisés, en su despedida al pueblo de Israel. También él puede decir: «si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre» (Jn 14, 28). Así como Jesús tiene conciencia de que no dejará huérfanos a sus discípulos y les conforta diciéndoles «no se turbe vuestro corazón, creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14, 1), así también Moisés tiene conciencia de que no deja huérfano al pueblo de Israel en la Tierra Prometida, sino que va con un nombre revelado, «yo soy el que soy». «Yo soy el que os saqué de Egipto, os mantuve en el desierto, conquisté para vosotros la Tierra Prometida».
Israel tiene conciencia tan clara de esta actuación del nombre divino, que continuamente evocará las hazañas de Yavhé con su pueblo, por medio de los salmos. Además, Moisés puede ir en paz, porque tiene conciencia de que este pueblo que deja en la Tierra Prometida tiene dentro de sí el germen del futuro Mesías.
Muchos y muy profundos son los paralelos que podemos descubrir entre la partida de Moisés y el ya mencionado discurso de despedida de Jesús a sus discípulos. Terminemos con uno que nos parece el más apropiado, pues Moisés, lo mismo que Jesús, bien pudo decir estas palabras para cerrar su vida: «Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti» (Jn 17, 1).