
Fotografía: Lawrence OP (Flickr)
En la renovación de la Alianza, una vez que Yahvé pasa delante de Moisés, éste se atreve a suplicarle diciéndole: «Si en verdad he hallado gracia a tus ojos, dígnese mi Señor venir en medio de nosotros, aunque sea un pueblo de dura cerviz; perdona nuestra iniquidad y nuestro pecado, y recíbenos por herencia tuya» (Ex 34, 9). Moisés conoce muy bien este pueblo que Dios le ha mandado conducir hacia la Tierra Prometida. Sabe que es capaz de los mayores entusiasmos, como cuando le vemos dar gracias a Dios en el paso del mar Rojo (Ex 15, 1-21), pero que también es capaz de caer en una depresión tan profunda que cambia al Dios que hace poco invocaba por un becerro de oro, al que atribuye su salvación y su liberación (Ex 32, 1-6).
Moisés es consciente de sus limitaciones, pues sabe que no es más que un hombre capaz de enardecer a un pueblo cuando está entusiasta, pero también incapaz de ponerlo en pie cuando está bajo la tentación. Y es que hay momentos en la vida del hombre, y son momentos necesarios, en que tiene que intervenir directamente Dios, ya que otro hombre no puede resolver su situación. La fe pura y desnuda es una obra de Dios. Un hombre, por muy santo que sea, no puede transmitir la fe a otro hombre.
La misión de los santos en este mundo es la de ser instrumentos de Dios para abrir los oídos de los hombres, de modo que sean aptos para escuchar a Dios, y allí viene el acontecimiento de la fe como obra de Dios. Así dirá Jesús «sin mí no podéis hacer nada» y en Juan 15, 4 escuchamos: «permaneced en mí como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí». Moisés es consciente de esta realidad, la ha experimentado en sí mismo y en su pueblo y, por eso, se atreve a pedir a Yahvé: «Ven tú mismo en medio de nosotros y tómanos como herencia tuya».
Yahvé, que se ha definido a sí mismo delante de Moisés como «Dios misericordioso y compasivo» (Ex 34, 6), siente cómo se le estremecen las entrañas ante esta súplica de Moisés, que es la súplica de toda la humanidad, y decide en su corazón no enviar mensajeros al hombre, sino que Él mismo descenderá en la persona de su Hijo. Llegará el momento en que ya no enviará profetas para anunciar su Palabra, sino que su misma «Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14), de forma que el hombre pueda contemplar la gloria de Dios a la súplica de Moisés: «vente en medio de nosotros».
Cuando María recibe el anuncio del ángel y queda encinta por obra del Espíritu Santo, se cumple la promesa de Dios de estar en medio de nosotros y así lo atestigua el ángel que dice a María que al hijo de sus entrañas, que viene de parte de Dios, le pondrá por nombre Jesús, es decir, Emmanuel, que significa «Dios con nosotros». Jesús será, en medio de su pueblo, el «Dios con nosotros», en todo semejante a nosotros menos en el pecado, nos dirá san Pablo.
Jesús es el único punto de referencia entre el hombre y Dios, por eso dirá: «nadie va al Padre, sino por mí». Sin embargo, siempre hay la posibilidad de rechazar al Hijo de Dios, pues «vino a su casa y los suyos no le recibieron» (Jn 1, 11). Este «vino a su casa» no se refiere solamente al pueblo de Israel, sino a todo hombre, ya que «su casa» es la «imagen y semejanza de Dios» de la cual los hombres estamos hechos. Y una palabra de esperanza: «pero a todos los que le recibieron les dio poder para ser hijos de Dios» (Jn 1, 12). Así vemos cómo Dios Padre ha enviado a su Hijo Jesucristo «en medio de nosotros», y lo vemos resucitado y glorioso en medio de la Iglesia.
Efectivamente, leyendo los evangelios de la resurrección, en San Juan encontramos que «al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo ‘la paz con vosotros'» (Jn 20, 19-20). Y, ocho días después de confirmar a los discípulos en la fe y romper la incredulidad del apóstol Tomás, Jesús vuelve a aparecerse nuevamente «en medio de ellos» (Jn 20, 26).
Un hombre, Moisés, conociendo bien su impotencia y la de su pueblo gritó un día a Yahvé: «ven en medio de nosotros tú mismo». Yahvé recoló la angustia a este hombre y «envió a su Hijo Jesucristo en medio de nosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).