
Fotografía: David Craig (Flickr)
En este Salmo encontramos a un hombre que se siente hundido por lo que él llama la corrección y el castigo de Dios; y esto, hasta tal punto que pierde la esperanza de seguir viviendo. Son sus pecados los que le llevan a esta desconfianza en sus propias fuerzas. Apela entonces a la piedad y misericordia de Dios gritándole: «¡Cúrame, Señor, que se dislocan mis huesos!».
Este hombre ha llegado al fondo de su situación y siente que su alma es como una casa en ruinas, adelantándose a las palabras que, siglos después, proclamará Jesucristo: «Todo el que oiga estas palabras mías y no las ponga en práctica, será como el hombre insensato que edificó su casa sobre arena: cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos, irrumpieron contra aquella casa y cayó, y fue grande su ruina» (Mt 7,26-27).
Así se encuentra este hombre, con sus huesos y su alma, es decir, su vida en todas sus dimensiones, incluida la espiritual, completamente desmoronada, en ruinas.
¿Qué puede hacer el hombre en esta situación, sobre todo teniendo en cuenta que «todo aquel que no cumpla estas Palabras mías…»? ¿Se han cerrado las entrañas de misericordia de Dios para él?
En él estamos todos ya que nadie puede cumplir la Palabra; ella es superior a nuestro querer y poder puesto que nadie puede cumplir la ley, como nos dice el apóstol Pablo repetidas veces en la Carta a los romanos; y, si la Palabra es superior a nosotros, ¿dónde está la justicia y la misericordia de Dios para con el hombre pidiéndonos lo que nos es imposible, lo que no encaja con nuestra debilidad congénita, fruto de nuestro pecado original?
Pero Dios ama al hombre, le ama entrañablemente. Somos obra de sus manos y no se desentiende de nosotros. Pues bien, si él no puede cumplir la Palabra, ¡Dios sí puede! Y, en su amor a nuestra debilidad, se encarna. En su Hijo dirá: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir sino a dar cumplimiento» (Mt 5,17). Cumplimiento que no significa un perfeccionismo moral según nuestra mentalidad occidental, que tiene muchas raíces platónicas. Cumplimiento en la espiritualidad bíblica, significa llevar a término. Y esto es lo que hace Jesús, llevar a término su misión en comunión con el Padre, hasta tal punto que las últimas palabras que el evangelista san Juan recoge de su boca antes de morir, son estas: «Todo está cumplido» (Jn 19,30). Cumplido por Él y cumplido por y para nosotros porque, en su muerte en la Cruz, nos ofreció el Evangelio, que no es un manual de perfección, ni siquiera una palabra moral de comportamiento, ¡es la misma fuerza de Dios en el hombre que lo acoge! Es tal palabra de Vida, que hace posible que el hombre, a igual que Jesús, pueda llevar a término en su vida la voluntad de Dios.
Esta Palabra cumplida, inaccesible a toda posibilidad humana, es la oferta de Dios a la humanidad. El Evangelio, guardado amorosamente por Jesucristo en sus entrañas, nos es derramado por la herida abierta de su costado. De hecho, los Santos Padres de la Iglesia identifican la sangre y el agua, que brotaron del costado del Crucificado, con el evangelio de la gracia; que levanta, reconstruye y dignifica nuestra vida.
Volvemos al salmista, al que hemos dejado desmoronado y en ruinas, pero que, ante su realidad, hace suyo el grito de toda la humanidad, grito que emerge desde el fondo de su debilidad: «¡Vuélvete, Señor, libérame!». Grito que recogerán repetidas veces los profetas: ¡Yavé, vuélvete a nosotros! ¡Yavé, vuélvete a tu pueblo!
Y Dios se vuelve hacia el hombre. Le ama tanto en su postración que, en su propio Hijo, se hace Emmanuel-Dios con nosotros; y con nosotros permanece para siempre.
San Juan, en su primera Carta, al anunciar la Palabra de la Vida manifestada, nos dice que esta, refiriéndose a Jesucristo, «estaba vuelta hacia el Padre y se nos manifestó» (1Jn 1,2). El Hijo estaba cara a cara con el Padre y se puso cara a cara con el hombre; y siempre que se predica el Evangelio, Dios está cara a cara con todo el que lo escucha.
Vemos, pues, en Jesucristo, cumplido con creces el grito y el clamor del salmista: «¡Vuélvete, Señor, y libérame!». Preanuncia a Jesús bajo la figura del Buen Pastor, profetizado por Ezequiel como aquel que recobra a sus ovejas «de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas» (Ez 34,12).
Que Dios nos conceda a todos una pasión amorosa por el Evangelio para que podamos ser testigos de que las promesas de Dios se cumplen.