Desposados por la Cruz
San Juan pone estas palabras en boca de Jesús: «Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no sería válido. Otro es el que da testimonio de mí y yo sé que es válido» (Jn 5,31-32). Es el momento de la cruz cuando Jesús manifiesta en toda su fuerza que Él es el Buen Pastor. En plena agonía grita: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?». Está sufriendo la peor de las tentaciones. Todos le gritan: Dios no es tu Padre. «Baja de la cruz y, si realmente eres Hijo de Dios, que venga y te salve». Es un clamor que actúa como una espada hiriendo profundamente el alma del crucificado; el cuerpo ya está hecho jirones.
Cuando los profetas veían que su misión era superior a sus fuerzas, Dios se les hacía presente y les sostenía: «¡No temas, yo estoy contigo!». Es lícito pensar que Jesús, en su angustia, en la terrible sensación de abandono, pudo entrever, a través del velo de la muerte, la luz del Padre. Así se explica que sus últimas palabras anunciasen ya la victoria: «¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!». ¡Padre, vuelvo a ti!
El profeta Oseas, después de denunciar los continuos adulterios de su pueblo, que es la forma de resaltar su alianza con los ídolos, anuncia el perdón y la restauración de Israel en términos de intimidad matrimonial con Dios. Es una de las caras de la nueva alianza llevada a cabo por Jesucristo: «Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad y tú conocerás a Yavé» (Os 2,21-22).
Jesús es aquel que muere y resucita con el documento del rescate del hombre en su mano. Él, precisamente por su victoria, nos va a desposar en justicia, en derecho, en amor, en compasión y en fidelidad… Pero resulta que nadie tiene las manos limpias como para presentarse a este desposorio; nadie tiene ni justicia, ni derecho, ni compasión, etc. «Pecador me concibió mi madre» (Sal 51) ¿Cómo será, pues, esto? Pregunta que nos recuerda la que María hizo al ángel.
En los desposorios antiguos la novia tenía que llevar una dote. Pues bien, Jesucristo la ha comprado para todos. Con su triunfo, Jesús adquirió un pueblo santo revestido de justicia, derecho, fidelidad…: ¡He ahí nuestra dote! Dio su vida y la recobró para que el hombre pueda conocer y amar a Dios. Es así como termina la cita de Oseas: «Y tú conocerás a Yavé».
Entramos en el aspecto más profundo del amor y oímos al Hijo de Dios decir: «Yo conozco a mis ovejas y las mías me conocen». Me conocerán por la fe que nace de la resurrección. Por la dote concedida, el hombre ya no necesita acudir a la idolatría para sobrevivir.
Jesucristo le reviste para ir al encuentro de Dios, tal y como dice el salmo 45: «Toda espléndida, la hija del rey, va adentro, con vestidos en oro recamados; con sus brocados es llevada ante el rey…». El alma está bellísimamente ataviada con los dones que el Hijo de Dios compró para ella. Por sentido común, el hombre se desprende del vestido viejo y se cubre del don que Dios le ha otorgado: su propio Hijo. «Revestíos de Cristo Jesús» (Rom 13,14).
En Jesús, Buen Pastor, vemos el incomprensible amor de Dios hacia nosotros. No tiene sentido, no cabe en nuestra mente que Dios nos quiera así, que nos dé sus propios dones a fin de desposarnos con Él. Dios ama al hombre y se entrega a él hasta el punto de levantarnos a su altura. El Mesías nos otorgó su propia divinidad. ¿Hay alguna buena noticia que supere a esta? ¿Hay algún deseo del corazón del hombre que, aun soñando despierto, pueda proyectarse tan alto?
Nuestros oídos han sido seducidos por la fantasía, como lo fueron los de Adán y Eva. Se nos ha pintado una vida de color púrpura que ha provocado heridas profundas en nuestra psicología a lo largo de nuestra historia. Heridas que nos han hecho huraños y desconfiados, y nos han predispuesto a la defensiva o al ataque de todos aquellos que no son los privilegiados de nuestro círculo. En Jesucristo somos levantados. Su Evangelio cura nuestras heridas, y es tal la experiencia que estamos llamados a hacer, que nos convertimos en samaritanos para nuestros hermanos.
San Juan, en su Prólogo, nos dice: «Juan da testimonio de él y clama: “Este era del que yo dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí porque existía antes que yo”» (Jn 1,15). Juan Bautista da paso a Jesús: es presentado como el Esposo. En Israel existía la llamada ley del Levirato, que consistía en que, cuando un hombre casado se moría, el hermano mayor tenía derecho a casarse con la viuda, y si no quería, el siguiente, y así sucesivamente. Si el hermano a quien correspondía la viuda, renunciaba a sus derechos en favor de otro hermano, aquel hacía un gesto: le desataba la correa de la sandalia. Entonces este adquiría el derecho de su hermano.
Así pues, lo que Juan está diciendo, es que no es digno de desatar la correa de Jesús (Jn 1,27) porque el que os va a desposar «no soy yo, es Él». El Esposo es Él. De este modo, está presentando ante el pueblo que «la ley fue dada por medio de Moisés, mientras que la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (Jn 1,17).
El seno del Buen Pastor
Juan termina el texto que estamos comentando, anunciando que Jesucristo nos revela el misterio de Dios. «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). «Lo ha contado»: Nos ha revelado al Padre. El seno es el interior del ser humano. Jesús está en el seno del Padre, en su riqueza insondable, en las aguas vivas que el Padre tiene en sí mismo. Sabemos por el Evangelio que el Hijo tiene su seno lleno de todo lo que ha visto y oído al Padre. Si volvemos nuestros ojos al acontecimiento de la samaritana, podemos recordar que sus discípulos se acercaron a Él y le dijeron: «Maestro, come». Él les respondió: «Yo tengo para comer un alimento que vosotros no conocéis». El alimento de Jesús es contemplar, escuchar y hacer lo que dice el Padre: estos son los tesoros de su seno.
En la última cena oímos que uno de los discípulos, «el que Jesús amaba», estaba en la mesa «al lado de Jesús» (Jn 13,23). Sin embargo, en el texto original se nos dice que «estaba en el seno, en las entrañas de Jesús». Catequéticamente, entendemos que este discípulo era amado porque estaba con el oído inclinado hacia el pecho del Señor, es decir, abierto para recibir la sabiduría que el Hijo de Dios había recibido del Padre.
¿Qué quiere, si no, decir que un discípulo esté con el oído abierto hacia el interior del Hijo de Dios? Pues que este es discípulo amado; ya se llame Juan, Carmen, Ricardo o Mª Luisa. Porque ¿qué está haciendo este discípulo o discípula con el oído pegado a las entrañas del Señor Jesús? Está llevando a cabo la recomendación del Señor respecto a la fe: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá» (Lc 11,9-10). Ahí tenemos al auténtico discípulo, el que sabe que no tiene la fe por sí mismo ni por sus obras, sino que la bebe de la misma riqueza de Dios desde el seno luminoso del Maestro. Esta actitud es la que abre las puertas de la fe. Por eso es discípulo amado, y hay que puntualizar que lo es porque tiene su oído abierto a la Palabra. Esto no es una realidad sentimental ni beatífica; es simplemente beber de la misma fuente de Dios.
La riqueza del interior del Hijo de Dios ya está preanunciada en los Salmos: «Estará lleno de Dios». Leemos en el salmo 40: «Ni sacrificio ni oblación querías, pero me has abierto el oído; no pedías holocaustos ni víctimas, dije entonces: “Heme aquí, que vengo. Se me ha prescrito en tu libro hacer tu voluntad. Oh Dios mío, en tu ley me complazco en el fondo de mi ser”». Y en el salmo 37, escuchamos palabras muy parecidas acerca del justo que no es otro que el Mesías: «La boca del justo susurra sabiduría, su lengua habla rectitud; la ley de su Dios está en su corazón, sus pasos no vacilan».
El seno del Crucificado, lleno de la sabiduría de su Padre, fue abierto por la lanza. Esta abrió su costado del que sabemos salió sangre y agua. Los santos Padres nos dicen en una de sus interpretaciones, que la sangre significa la eucaristía; y el agua, el bautismo. También se interpreta en el sentido de que el agua es la Palabra escrita, y por la sangre, esta se llenó del Espíritu Santo. Es la sangre del Cordero rescatador la que da vida a la Palabra, por lo que se convierte en fuerza de Dios.
A la luz de la muerte del Cordero, tienen su cumplimiento las palabras de Jesús: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: de su seno correrán ríos de agua viva» (Jn 7,37-38). El discípulo, puesto que se está llenando de Dios, ve correr en su propio seno ríos de agua viva: son los ríos de la predicación, ríos de agua vivificante que van hacia sus hermanos. Esto nos recuerda el gran manantial del Paraíso, que se repartía en cuatro brazos para fecundar toda la tierra (Gén 2,10). Del Hijo de Dios, fuente del Padre, brotan los cuatro Evangelios que van al encuentro del hombre y lo rescatan.
Son las aguas prometidas por Isaías y que el hombre saca con gozo: son aguas de salvación. «He aquí a Dios, mi Salvador: estoy seguro y sin miedo, pues Yavé es mi fuerza y mi canción, él es mi salvación. Sacaréis agua con gozo de los hontanares de la salvación» (Is 12,2-3).
«Sacaréis agua con gozo de los hontanares de la salvación». Estas fuentes, estos hontanares son los Evangelios nacidos del seno de Dios. El discípulo bebe hasta saciarse, y es tal la abundancia de estas aguas que puede apagar la sed de sus hermanos: He aquí la esencia de la Iglesia, transmitir este misterio; dar de beber al hombre sediento, prender en él el fuego de Dios. Es así que el hombre es reengendrado por la Palabra (1Pe 1,23).
El salmo 110 nos da esta buena noticia: «Para ti el principado el día de tu nacimiento, en esplendor sagrado desde el seno, desde la aurora de tu juventud». El esplendor sagrado, la luz de Dios: la Palabra. De ella nace el discípulo. Y porque ha vuelto a nacer, podrá levantar la cabeza y beber del torrente. Así es como termina el salmo: «En el camino bebe del torrente, por eso levanta la cabeza». Ya no tiene que vivir encorvado o agazapado escondiendo el pasado. Camina como hombre libre, bebiendo de Dios y hacia Él.
Con estas líneas, terminamos el presente libro en el que Jesucristo se nos ha manifestado como nuestro Buen Pastor, el que inicia y consuma nuestra fe (Heb 12,2). En Él, Dios ya no es totalmente Otro, Jesucristo ha dado la vida, la ha recobrado, y el seno engendrador de Dios está abierto para el hombre… Repetimos, Dios ya no es totalmente Otro, es Emmanuel: Dios con nosotros.
«Predicar el Evangelio
no es para mí ningún motivo de gloria,
es más bien un deber que me incumbe.
Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!»
(1Cor 9,16).