“Pero al instante les habló Jesús diciendo: ¡Ánimo! que soy yo; no temáis (Mt 14,27).
Vimos en el capítulo anterior a los discípulos sobrecogidos por el miedo ante la implacable fuerza de la tempestad que los golpeaba, y también a causa de la silueta con apariencia humana que caminaba sobre el mar. Totalmente fuera de sí, sólo acertaron a gritar: ¡es un fantasma!, ¡un poder oculto que viene a abatirnos en la desgracia!
El “fantasma”, sin embargo, tiene voz. Su palabra atraviesa la densa oscuridad y resuena en sus oídos, es una palabra reconfortante: ¡Ánimo! que soy yo, no temáis.
Jesús toma la iniciativa, se identifica y se acerca a ellos. Les hace ver que no es algo irreal, un producto de su mente; hace sentir su presencia en medio de la tempestad, viene a animarles en su terrible noche. ¡Ánimo!, es la primera palabra que les dirige. ¡Ánimo!, que significa: ¡levantad el alma!, soy yo, estoy aquí para enderezar vuestro abatimiento.
Antes de seguir adelante, es necesario aclarar un dato importantísimo para entender mejor este texto. El original griego de las palabras del evangelio de Mateo, no dice: ¡Ánimo! que soy yo, sino “¡Ánimo! Yo soy”.
Parece una apreciación sin importancia, casi ridícula; pero resulta que Jesús se está identificando con el nombre “Yo soy”, lo que quiere decir que se está manifestando con el mismo nombre con que Yahvé se dio a conocer a Moisés (Éx 3,14).
Yahvé, al identificarse ante Moisés con este nombre, está anunciando que no ha recibido la vida de nadie: Él es la Vida. La tiene por sí mismo, y tiene el poder para darla. Yahvé está anunciando a Moisés y a todos los hombres que hemos sido creados para recibir de Él la vida eterna.
Moisés, a pesar de su resistencia, fue al encuentro de sus hermanos que padecían la esclavitud. Venció sus resistencias con la fuerza del nombre que sus oídos habían escuchado.
Más adelante, siguiendo el mismo libro del Éxodo, vemos que Dios anuncia la liberación de Israel en estos términos: “Por tanto, di a los hijos de Israel: Yo soy Yahvé; Yo os libertaré de los duros trabajos de los egipcios, os libraré de su esclavitud… Yo os haré mi pueblo y seré vuestro Dios; y sabréis que Yo soy Yahvé, vuestro Dios (Éx 6,6-7).
¡Ánimo, Yo soy!
En este contexto entramos de lleno en la comprensión de las palabras de Jesús: ¡Ánimo! Yo soy. Estas palabras vienen en nuestra ayuda en momentos cruciales de nuestra vida. Sin caer en fanatismos fundamentalistas ni en temores medievales, es obvio que no podemos ignorar que todos tenemos una cita con la muerte.
No es agradable para nadie constatar cómo su cuerpo, su organismo, se va deteriorando con el paso del tiempo; cómo decae el vigor y también sus capacidades. Ante esta realidad tan palpable, si el hombre no se ha abierto a la trascendencia, el desaliento y el desánimo se hacen presentes como carga pesadísima. Aún así, el mayor y más cruel abatimiento se experimenta cuando es el alma la que está hundida, desmoronada; cuando ésta, que es soplo de Dios, está apenas sin aliento.
Cuando el Señor Jesús proclama, en el fragor de la tempestad, ¡ánimo! que soy yo, los discípulos ven escrita en su alma desmoronada la historia de la liberación de su pueblo. Intuyen que fue el “Yo soy” que oyó Moisés lo que puso en camino hacia la libertad a sus hermanos esclavos.
Volvamos al grito de Jesús que infundió una chispa de esperanza a estos pobres hombres que no sabían más que de barcas y redes. No son pocos los salmos que nos presentan a un fiel israelita orante, totalmente abatido y hundido en todas las miserias. A pesar del abismo en que se siente arrojado, encuentra fuerzas para gritar al Dios de su salvación.
Veamos uno de ellos que me parece que describe con realismo esta situación por la que, de una forma u otra, todos pasamos: “Tenme piedad, Yahvé, que estoy sin fuerzas, sáname, Yahvé, que mis huesos están desmoronados, desmoronada totalmente mi alma, y tú, Yahvé, ¿hasta cuándo? Vuélvete, Yahvé, recobra mi alma -el salmista toca con sus manos el más cruel y dramático vacío existencial. Seguimos escuchándole- Sálvame por tu amor. Porque, en la muerte, nadie de ti se acuerda; y en el abismo ¿quién te puede alabar?” (Sl 6,3-6).
Este salmo es un poco representativo de tantos otros textos de la Escritura que describen al hombre que se encuentra hundido hasta el abismo. Hacia todas estas personas llega el Señor Jesús y les dice: ¡ánimo! levantad vuestra alma, que estoy entre vosotros. Ante el abatimiento del hombre, Dios no va a enviar a Moisés ni a Josué ni a ningún otro libertador; envía a su propio Hijo, Señor de todos los abismos; éste es el significado de su caminar sobre las aguas.
Vamos a acercarnos a un texto del profeta Isaías que arroja una potentísima luz sobre tantos acontecimientos negativos de los que está tejida nuestra vida. El profeta anuncia gozoso la liberación de Jerusalén. La ciudad santa va a ser reedificada, reconstruida de sus ruinas.
Isaías anuncia que Israel volverá del destierro, y que Jerusalén, ciudad que todo israelita lleva en sus entrañas, recuperará su esplendor: “¡Despierta, despierta! ¡Revístete de tu fortaleza, Sión! ¡Vístete tus ropas de gala, Jerusalén, Ciudad Santa! Porque no volverán a entrar en ti incircuncisos ni impuros”. Después de proclamar el anuncio de la prodigiosa liberación, Isaías corona su exhortación con un broche de oro. Son palabras cuyo alcance profundo y consolador solamente pueden ser así apreciadas por los israelitas que estaban sometidos al destierro: “Por eso mi pueblo conocerá mi nombre en aquel día y comprenderá que yo soy el que decía: Aquí estoy” (Is 5,1 y 6).
Para entrar en la riqueza de este mensaje, hemos de saber que cada israelita representa todo lo que es Jerusalén. Sabiendo esto, llegamos al fondo de lo que significa que Jesús, enviado del Padre, se acerque a cada persona en su postración y le diga: ¡Levántate! Ya no serás cautiva, te vestirás con mi fortaleza, yo soy tu esplendor. Como vemos, son palabras parecidas a las que Isaías pronunció al proclamar la reconstrucción de Jerusalén. El Señor Jesús se acerca al hombre y le dice: He venido a reconstruirte. Te daré a conocer mi Nombre para que tengas vida.