
San Pedro salvado de las aguas (Lluís Borrassà)
“Pero, viendo la violencia del viento, le entró miedo y, como comenzara a hundirse, gritó: ¡Señor, sálvame!” (Mt 14,30).
Fortalecido por la invitación de Jesús, Pedro inicia sus pasos sobre el mar dirigiéndolos hacia Él. Al principio su caminar es firme y confiado. Resuena en sus oídos la palabra que el Maestro le ha dirigido y que ha tenido el poder de hacerle saltar de la barca. Sin embargo, a un cierto momento, sus ojos ya no están pendientes del Jesús que le invitó sino de la violencia del viento. Se sobrecoge ante la fuerza de la tempestad y comienza a hundirse. Ante el olor de la muerte, de lo más profundo de su alma brotó un grito: ¡Señor, sálvame!
Ya vimos anteriormente que, cuando la barca se hizo a la mar, estaba zarandeada por las olas porque el viento era contrario. A nivel de fe, siempre encontramos el viento que nos azota y zarandea, y que es contrario al seguimiento del Hijo de Dios. Esta situación intempestiva es lo que hace que Pedro, que tenía sus ojos fijos en Jesús, los desvíe hacia la tempestad. Por otro lado, en sus oídos ya no resuena la palabra que le había puesto en camino, sino que están sobresaltados ante el ruido y el fragor del viento. Es tan espantoso el espectáculo al que asisten sus ojos y sus oídos que Jesús desaparece del ámbito de sus sentidos. La angustia hace presa en él y comienza a hundirse.
A la luz de esta experiencia dramática de Pedro volvemos nuestra mirada a Jonás. Éste es un profeta a quien Dios envía a predicar la conversión a Nínive, capital del imperio asirio. Su opulencia sobresalía a la par de su iniquidad y prepotencia. Jonás desobedece a Yahvé y se embarca en dirección contraria, hacia Tarsis. Hemos de tener en cuenta que los judíos consideraban Tarsis como el confín del mundo. Así pues, podemos considerar esta decisión de Jonás como una huída de Dios en toda regla.
Durante el trayecto se levanta una terrible tempestad, y el profeta pide a los marineros que le arrojen al mar. Intuye que ha sido su rechazo a la misión confiada por Dios lo que ha provocado la tempestad. Cuando es arrojado a las aguas, dice el texto que un gran pez le tragó vivo. No importa si fue una ballena o un cachalote o un tiburón; lo que importa es que la misión no sigue adelante, está bloqueada.
Entonces el profeta, desde lo profundo de las aguas, desde las entrañas de la bestia marina a la que identificamos con el Príncipe del mal cuyo trono está en las aguas profundas, eleva a Yahvé una oración preciosa: “Desde mi angustia clamé a Yahvé y él me respondió; desde el seno del seol grité, y tú oíste mi voz. Me habías arrojado en lo más hondo, en el corazón del mar, una corriente me cercaba… Yo dije: ¡Arrojado estoy de delante de tus ojos! ¿Cómo volveré a contemplar tu santo Templo?” (Jon 2,3-5). Devuelto a la vida, Yahvé volvió a confiar al profeta la misión que había rechazado y de la que había huido.
Dios no defrauda
También podemos identificar la situación angustiosa de Pedro con la del salmista que le hace proclamar esta invocación: “¡Sálvame, oh Dios, porque las aguas me llegan hasta el cuello! ¡Me hundo en el cieno del abismo, sin poder hacer pie; he llegado hasta el fondo de las aguas y las olas me anegan!” (Sl 69,1-3).
Tanto Jonás como el salmista profieren abundancia de palabras para impetrar la salvación. La invocación de Pedro es mucho más corta y, si queremos, también más dramática: ¡Señor, sálvame! Sin embargo, Pedro sabe a quién invoca; reconoce a Jesús llamándole Señor. No le ve pero sabe que está ahí. Recordemos que, cuando el Hijo de Dios se presentó a los discípulos diciéndoles: ¡Ánimo, yo soy!, Pedro le dijo: Señor, si eres tú, mándame ir donde ti.
Estamos ante una oración que reviste una profundidad incomparable. Pedro no ve a Jesús pero sabe que está presente. Se adhiere a Él por medio de su palabra que le ha empujado a saltar hacia las aguas. Ella es su única y salvífica garantía. Su grito -¡Señor, sálvame!- atraviesa las situaciones límites por las que pasan todos los discípulos del Señor Jesús.
Por supuesto que por la cabeza de Pedro volaron toda serie de pensamientos y razonamientos como: ¡todo ha sido un espejismo, ha sido una cabezonada mía! A pesar de ello, levanta su voz y se dirige hacia el Señor como diciéndole: ¿Me has mandado venir hacia ti y dejas que me hunda? ¿Vas a defraudarme? Tú me has dado una palabra que dices que es de vida eterna y estoy perdiendo mi vida.
Estas confrontaciones con Dios son medicinales para nuestra alma. No hay mayor iluso y engañado que el que dice a la ligera “que se haga lo que Dios quiera”. Para poder decir esto, primero hay que bajarse del propio pedestal; son palabras que solamente pueden ser pronunciadas en el contexto de un seguimiento serio de Jesucristo. En las zozobras y hundimientos de este seguimiento, surge en ti la misma invocación de Pedro.
Es a partir de una experiencia de muerte y salvación que nos es posible confiar en Dios como alguien cercano. Hay circunstancias y acontecimientos en nuestra vida en los que no vemos a Dios por ninguna parte. En estas situaciones somos fuertemente tentados a pensar que, si es que Dios existe, no tiene que ver nada con nosotros y con nuestra historia. Es entonces cuando, agarrándonos con todo nuestro ser al Evangelio, hemos de gritar igual que Pedro: ¡Señor, sálvame!
Atentos, sin embargo, porque puede acontecer que la actuación que Dios quiere hacer en ti no es la que tú, en tu ignorancia, estás pidiendo. Hay una certeza que quiero recalcar: Dios te levanta si buscas la verdad; no tu verdad, la de Él. Desde su verdad, Dios te levanta y te hace descansar (Mt 11,28-29).
Vayamos al Antiguo Testamento bajo este contexto de si Dios defrauda o no. El profeta Isaías habla de una situación de Israel en la que ya lo único que campea es la mentira. Dice en nombre de Dios: “Oíd la palabra de Yahvé, hombres burlones, señores de este pueblo de Jerusalén. Porque habéis dicho: Hemos celebrado alianza con la muerte y con el seol hemos hecho pacto, cuando pasare el azote desbordado, no nos alcanzará, porque hemos puesto la mentira por refugio nuestro y en el engaño nos hemos escondido”. Éste es el panorama que Isaías describe acerca del pueblo elegido, de Jerusalén, sede del Templo de Dios. Y ante esta entronización de la mentira, ¿qué dice Dios? Seguimos con el texto: “Así dice el Señor Yahvé: He aquí que yo pongo por fundamento en Sión una piedra elegida, angular, preciosa y fundamental: quien tuviere fe en ella no vacilará” (Is 28,14-16).
Quien confíe en Dios no se hundirá, no será defraudado. Pedro esconde estas promesas dentro de su alma porque, como todo judío, conoce muy bien los textos de la Escritura. Sabe que, si realmente Jesucristo es el Señor, el enviado del Padre, no va a ser defraudado ni confundido. De ahí que le oímos gritar hasta que sus ojos lleguen a encontrarse con el Señor Jesús.
En su caminar sobre las aguas, es tan fuerte su experiencia de apoyarse en Jesús que, cuando ya está pastoreando la Iglesia, nos lega una exhortación maravillosa y que transcribimos a continuación: “Acercándose a él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual…” Y a continuación refuerza con las palabras de Isaías la exhortación que acaba de hacer: “He aquí que coloco en Sión una piedra angular, elegida, preciosa, y el que cree en ella no será confundido” (1P 2,4-6).
Pedro, al sentir que se hunde en las aguas, grita porque reconoce en Jesucristo la piedra angular prometida por Dios a su pueblo por medio de los profetas. De ahí que su oración se formule en sentido positivo: ¡Sálvame porque sé que eres el enviado de Dios para salvarme! Tú eres la promesa de Yahvé hecha carne.