Resurrección

La Resurrección (Gustave Doré)

El salmista está rodeado de enemigos y perseguidores que atentan continuamente contra su vida. En su terrible desamparo se acoge a Dios y le suplica que sea Él el que combata contra sus adversarios, ya que el poder que tienen sus perseguidores es muy superior al suyo. «¡Señor, acusa a mis acusadores, combate a los que me combaten! ¡Toma tu escudo y tu armadura, levántate y ven en mi auxilio! ¡Empuña la espada y el hacha contra mis perseguidores!».

Nuestro hombre tiene vivo el recuerdo del acoso mortal que sufrió Israel cuando se encontró por delante la muralla de las aguas del Mar Rojo y, por detrás, el ejército de Egipto dispuesto a exterminarle. Israel experimentó entonces la fuerza y el apoyo de Dios. Fue tal el espanto que cayó sobre los egipcios, que gritaron despavoridos: «Huyamos porque Yavé pelea por Israel» (Éx 14,25).

Seguimos desgranando el salmo y nos encontramos con unas palabras que nos sobrecogen por la lucidez con que el Espíritu Santo revistió a su autor. Efectivamente, el salmista confía en que Dios le salve y se apoya no en su propia justicia, pues sabe que es pecador, sino en la de Dios. «Despierta, levántate, defiende mi causa y mi derecho, Señor mío y Dios mío. ¡Júzgame según tu justicia!».

El profeta Jeremías anuncia la venida del Mesías, a quien le da un nombre que nos sorprende por su profundidad: Se llamará Yavé, nuestra justicia. «Mirad que vienen días en que suscitaré a David un germen justo: reinará un rey prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra… Y este es el nombre con que le llamarán: Yavé, nuestra justicia» (Jer 23,5-6).

Y en la plenitud de los tiempos nace el Mesías a quien, por intervención de Yavé, sus padres le pondrán el nombre de Jesús, que quiere decir «Dios salva». Pues bien, Jesucristo es salvador no por nuestra justicia sino por la suya. En Él el hombre queda liberado de la carga de la ley, que no produce sino la justicia exterior pero que es impotente para cambiar el corazón.

A la luz de Jesucristo y, por Él, a la luz de todo el Nuevo Testamento, la palabra justicia se va a enriquecer con apreciaciones hasta entonces inimaginables. Significa en primer lugar «Don de salvación». El Evangelio tiene el poder de provocar en el hombre el hambre y la sed de esta justicia-salvación. «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia porque ellos serán saciados» (Mt 5,6).

Y más aún, la justicia en el Nuevo Testamento se entiende como la fidelidad de Dios a su pacto-alianza. Por eso, aun cuando la humanidad, representada en Israel, rechaza al Mesías, Dios es fiel a su pacto y lo cumple en favor del hombre. Y sobre este punto es obligado hacer presente la experiencia de Pablo que, deslumbrado por el conocimiento progresivo que va teniendo de Jesucristo, nos dice: «Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo, y ser hallado en Él, no con mi justicia, la que viene de la ley, sino la que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe» (Flp 3,8-9). Pablo es consciente de que ha sido alcanzado por Jesucristo; en Él, Dios sigue siendo fiel a su alianza.

Cuando el Hijo de Dios llega al Jordán para ser bautizado por Juan, este se llena de estupor, pues sabe que está ante el cordero de Dios, es decir, sabe que es el inocente y sin pecado. Jesús le dice: «Conviene que así cumplamos toda justicia» (Mt 3,14-15). Al sumergirse Jesús en las aguas del Jordán, está anticipando, como dicen los Padres de la Iglesia, su inmersión en el drama de la Pasión; su hundimiento en lo profundo del sepulcro. Drama no superfluo sino providencial, pues Jesús, así como salió de las aguas del Jordán, de la misma forma emerge de la lóbrega oscuridad del sepulcro y lleva a término la alianza.

Victorioso el Resucitado, tiene poder para santificar y justificar al hombre cumpliendo así la promesa que Dios nos había hecho por medio de Jeremías: «Yavé, nuestra justicia». Por esta victoria de Jesucristo, todo aquel que acoge la Palabra queda revestido de la divinidad.

Leamos, si no, este texto de san Gregorio Nacianceno, Padre de la Iglesia: «Jesús, siendo Dios, nació con la naturaleza humana y unió en su persona dos cosas contrarias entre sí; la carne y el espíritu. El espíritu concibió la divinidad, la carne la recibió. Enriquece al hombre aceptando de él la condición humana para que este pueda alcanzar las riquezas de su divinidad».