
Fotografía: David Craig (Flickr)
Este Salmo proclama la felicidad del hombre porque su oído se ha desentendido de la palabra de los impíos, que son designados en la Escritura como aquellos que abandonan la palabra (Sal 119,53), y se ha abierto al Dios que le habla, es decir, a su Palabra, que es la garantía de su pertenencia a Dios. Así viene afirmado por Jesucristo cuando dice, «el que es de Dios escucha las palabras de Dios» (Jn 8,47).
Este hombre es comparado en el Salmo a un árbol plantado junto a las corrientes de agua, por lo que da a su tiempo el fruto. La Escritura le llama bendito, ya que, por escuchar a Dios, es tanta la vida que le viene dada, que su confianza en Él se dispara hasta límites insospechados, sabe que no será defraudado. Es, siguiendo a Jeremías, como un árbol plantado a las orillas del agua que a la orilla de la corriente echa raíces. Las aguas vivifican permanentemente sus raíces de forma que no temerá con la llegada del calor, su follaje estará frondoso; y, aun cuando viniera un año de sequía, seguirá dando fruto (Jer 17,7-8). Y en el libro del Apocalipsis vemos cómo esta agua de la Vida que brota del trono de Dios y del Cordero, fecunda los árboles y dan fruto doce veces, una vez cada mes, y que sus hojas sirven de medicina para los gentiles (Ap 22,1-2).
Nos es fácil identificar este río de Agua de la Vida que brota del trono de Dios y del Cordero con el Evangelio, que brotó de la herida abierta del costado de Jesucristo, Cordero y Rey desde el trono de la Cruz.
El profeta Isaías anuncia este maravilloso don de Dios al hombre cuando nos habla del monte de la Casa de Yavé, que será asentado y se levantará por encima de las colinas, y a donde confluirán todas las naciones y pueblos numerosos y dirán: «Venid, subamos al monte de Yavé, a la Casa del Dios de Jacob, para que Él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos» (Is 2,2-3).
El justo, del cual nos habla el Salmo, es alguien que se complace en la Palabra, la cual tendrá su plenitud en la sangre y agua que brotarán como un manantial de Vida del costado abierto del Hijo de Dios. Así lo entendieron los santos Padres de la Iglesia. Es tal el gozo que siente que la susurra día y noche, de la misma forma que del recodo de un valle brota el agua espontánea porque las entrañas de la tierra están colmadas.
El monte santo que anuncia el profeta Isaías, al cual confluirá toda la humanidad, lo refiere Jesucristo a sí mismo al decir: «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Levantado Jesús a lo alto, manifestará su gloria eterna y también su poder de dar la vida para siempre, ya que en el misterio de la Cruz confiere el sello de perennidad a todo el que se acerca a beber de Él. Acercándonos, pues, al Mesías levantado, se nos revelará que Él es Dios (Jn 8,28). Y así mismo lo reconoció el centurión que participó de su ejecución: «Al ver el centurión que estaba junto a él, que había expirado de esta manera, dijo: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”» (Mc 15,39).
Habíamos oído antes a Isaías decirnos que Dios nos enseñará sus caminos y nosotros seguiremos sus senderos. Podemos asociarnos a la perplejidad de los apóstoles que, ante el anuncio de Jesús de su inminente partida y de que ellos también estarían con Él, le dicen por medio de Tomás: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». A lo que responde Jesús: «Yo soy el Camino, Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,3-6).
Jesucristo es aquel que tiene conciencia de que viene del Padre y va al Padre (Jn 13,3). Está con el Padre y con el hombre. Por siempre es Emmanuel, el «Dios con nosotros». En Él se cumplen en plenitud las Palabras antes citadas del profeta Isaías, Él es el Camino y, como tal, se nos da a conocer y nos pone Él mismo en actitud de seguimiento, en el sendero, al revelarnos las Escrituras.
Así lo vemos en las palabras de despedida que dice a sus discípulos, tal y como nos lo transmite Lucas: «Estas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí. Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras» (Lc 24,44-45).
Volvemos al hombre de nuestro Salmo, del que hemos visto se le presentan dos caminos, es decir, dos formas de escuchar, y vemos cómo llega a su plenitud porque ha escogido escuchar a Dios, por eso su vida será fecunda, alcanzará la auténtica y completa personificación de su ser. Su Dios no es un Amo a quien servir, sino el Dios del Amor y de la Misericordia que continuamente le está revitalizando y, por eso, en Él se complace, en Él encuentra su gozo.
María, la hermana de Marta, personifica este hombre justo por eso estaba sentada a los pies del Señor escuchando su Palabra. María recibió de Jesucristo el elogio de los que han sabido escuchar: «María ha elegido la mejor parte y no le será quitada» (Lc 10,42).