En el artículo anterior vimos el relato del Éxodo 34, 29-35 en el que se nos cuenta cómo Moisés, después de recibir de Yahvé las tablas de la Ley, descendía del monte con el rostro radiante, fruto de haber estado cara a cara con Dios. Veíamos cómo el monte es, en las Sagradas Escrituras, lugar privilegiado de la manifestación de la gloria de Dios a los hombres. Pero también Satanás tiene su monte donde se manifiesta, donde hace alarde de su fuerza y desde donde ejerce su terrible poder de seducción hacia el hombre.
Esto lo experimenta el mismo Jesús en la tercera tentación del desierto, que nos viene narrada en el Evangelio de San Mateo: «todavía le lleva consigo el diablo a un monte muy alto, le muestra todos los reinos del mundo y su gloria y le dice: ‘todo esto te daré si postrándote me adoras’. Dice entonces Jesús: ‘Apártate, Satanás, porque está escrito: al Señor tu Dios adorarás y sólo a Él darás culto'». (Mt 4, 8-10).
Sólo un hombre lleno del Espíritu Santo puede discernir entre el monte de la salvación, donde está la gloria de Dios, y el monte de la perdición, en donde reside la efímera gloria de Satanás, que ciega el espíritu del hombre. Jesús, que es el Hijo de Dios y que está lleno del Espíritu Santo, tiene claro su discernimiento. Y tiene que escoger entre la gloria del mundo, donde ve el poder de Satanás, y la gloria de Dios, que se manifiesta en el monte al que le lleva su Padre, que es el monte del Calvario. Desde este monte no ve los reinos de este mundo, sino las almas de los hombres que sólo pueden ser purificadas con su sangre derramada en la cruz.
Jesús tiene los ojos fijos en la voluntad del Padre y, al mismo tiempo, los tiene vueltos a nosotros y a nuestros gemidos por no saber descubrir la imagen de Dios que llevamos impresa en el alma. Renuncia a la gloria del monte que le ofrece Satanás y hace un camino para llegar al monte Calvario, donde aparece la gloria de Dios salvando al hombre.
Desde entonces, también el hombre tiene que escoger entre el monte de Satanás y el monte Calvario donde, identificado con Jesús crucificado, continúa derramando la sangre salvadora de Dios, purificando las almas de los pecadores y asociándose así a la Pasión de Jesús. Pero, ¿quién puede subir al monte Calvario?, ¿quién puede llegar al monte del Señor que salva? El salmo 24, versículo 3 nos responde: «subirá el de manos limpias y puro corazón, el que a la vanidad no lleva su alma ni jura con engaño».
En las Sagradas Escrituras «manos limpias» quiere decir aquel que se puede acercar a Dios, porque no tiene sangre en sus manos. No ha pecado contra su hermano, no le ha ofendido, no le ha calumniado, murmurado… El profeta Isaías a este respecto, denunciando el culto del pueblo de Israel en su falsedad y condenado todo tipo de injuria al hombre, pone en boca de Yahvé estas palabras terribles: «y al extender vosotros vuestras palmas me tapo los ojos para no veros. Aunque multipliquéis vuestras oraciones yo no oigo. Vuestras manos están llenas de sangre, lavaos, limpiaos, quitad vuestras fechorías de delante de mi vista» (Is 1, 15-16). Vemos en este texto cómo muchas veces nuestra oración es estéril, pues por nuestra relación con los hermanos, sean amigos o enemigos, Dios se tapa los ojos y se cierra los oídos.
San Pablo, volviendo sobre el tema, nos dirá: «quiero que los hombres oren en todo lugar elevando hacia el cielo unas manos piadosas sin iras ni discusiones» (1 Tim. 1, 2-8). Y Jesús en la oración maestra que enseña a su Iglesia, que es el Padre Nuestro, nos dirá: «perdona nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido» (Mt 6, 12).
Así pues, ya hemos visto lo que significa tener las manos limpias para poder subir al monte del Señor y allí contemplar la gloria de Dios. Continúa el salmo 24, antes nombrado, que aparte del de manos limpias subirá al monte del Señor el que tenga el corazón puro, es decir, libre de toda idolatría, de todo reino que está en el monte que Satanás presentó a Jesús.
Corazón puro es el de Jesús que, libre de toda pretensión mundana, se lo dejó traspasar por la lanza del soldado. Corazón puro es el del hombre que acepta y cumple con alegría el primer mandamiento que Dios dio al pueblo de Israel: «escucha Israel; Yahvé nuestro Dios es el único Yahvé. Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Dt 6, 45). Sólo el que no tiene su corazón dividido en el amor a este mundo recibe de Dios el don de amarlo con todo su corazón. Así ya puede subir al monte santo.