El buen samaritano

Fotografía: Lawrence OP (Flickr)

«En esto hemos conocido el amor de Dios, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos.» (1 Jn 3, 16-17)

 

No soy el samaritano

Ellos son los que no me gustan.

Los heridos, caídos en el camino de la vida.

Los que juzgo, los que desprecio, los que me hacen mirar para otro lado.

Los que ignoro y a los que culpo de su mal.

Los que no me devolverán un halago.

Y yo soy quien mira y pasa de largo.

Yo soy quien no se detiene.

No soy el samaritano.

Yo soy quien encuentra una razón para olvidarlos, para arrancarlos de mi vista y de mi vida.

Hombres y mujeres caídos por los caminos de la vida y nosotros, tantas veces, cristianos ausentes, en silencio y silenciando los gritos que resuenan a nuestro alrededor, recordándonos que Cristo grita desde las entrañas del caído.

Un grito que nos apela y nos revuelve.

¡Dios misericordioso, no permitas que miremos hacia otro lado cuando nos encontremos con ellos!

 
«Si hay junto a ti algún pobre de entre tus hermanos, en alguna de las ciudades de tu tierra que Yahveh tu Dios te da, no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre, sino que le abrirás tu mano y le prestarás lo que necesite para remediar su indigencia.» (Dt 15, 7-8)


 

«Alumbrará y reinarán por los siglos de los siglos.» (Apocalipsis 22, 3-5)

 

Tu luz

Respirar profundo y sentirse hijo de la Luz.

Nacidos a la Luz desde el dolor de las tinieblas, mirando hacia esa puerta que un día, la vida, tú, nos invitaste a cruzar.

Luz que nos asusta y nos abruma, que nos habla de quienes somos sin mentiras, sin engaños.

Detrás de esa puerta, tu Luz y nosotros, al otro lado, dudando, atraídos por ella pero con el temor de perder todo aquello que hemos construido en días de disfraces y mascaradas.
La vida que describe quiénes somos, pero que nos miente.

Y ahí está tu invitación para nacer a la Luz, nacer a tu misericordia y a la dulzura de tu Luz.

Nos cuesta entender que el dolor de ese nacimiento forma parte del trayecto y allí estas tú, que lo sabes, recogiendo nuestro miedo en tus manos.

 
«Jerusalén, quítate tu ropa de duelo y aflicción, y vístete para siempre el esplendor de la gloria que viene de Dios. Envuélvete en el manto de la justicia que procede de Dios, pon en tu cabeza la diadema de gloria del Eterno. Porque Dios mostrará tu esplendor a todo lo que hay bajo el cielo.» (Baruc 5, 1-3)