
Crucifijo de San Damián -fragmento-
En el Salmo anterior oíamos al autor exclamar desde lo más profundo de su alma: «Señor, yo amo la belleza de tu casa». En el salmo de hoy, que podríamos decir que es una continuación del anterior, el Espíritu Santo pone estas palabras en la boca de nuestro salmista: «Una cosa pido al Señor, y sólo eso es lo que busco: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida, para gozar de la dulzura del Señor».
Vemos a este hombre no sólo con el deseo de una contemplación estática de la belleza del Templo que, como vimos en el salmo anterior, personifica el Rostro de Dios; sino que, en una actitud activa, el salmista desea vivamente vivir con Dios y saborear su dulzura. Para que no quepa la menor duda de interpretación del salmo, fijémonos en las palabras de su autor: «Y sólo eso es lo que busco…». Efectivamente, busca la comunión con el mismo Dios.
¿Cómo puede un hombre mantener y llevar adelante estos deseos e impulsos cuando a veces tenemos la impresión de que Dios no aparece por ninguna parte, cuando miramos dentro y fuera de nosotros mismos y sólo percibimos su angustiante ausencia? ¿Cómo avivar la esperanza cuando lo único que experimentamos de Dios es que nos ha abandonado, que se ha despreocupado de nosotros? ¿Hay algún motivo para seguir confiando, para orientar nuestra vida en una búsqueda aparentemente inútil?
Dios responde a nuestro ser tentado, por medio de su propio Hijo: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca halla; y al que llama se le abrirá» (Mt 7,7-8). Este nuestro Dios, al que a veces podemos considerar sordo, ciego e insensible ante nuestros dramas, viene en nuestra búsqueda, viene en nuestro rescate bajo la figura del Buen Pastor. Dice Jesús: «Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, nadie las arrebatará de mi mano» (Jn 10,27-28).
Esta «Voz» es el Evangelio proclamado por Jesús; quien lo escucha saborea la dulzura de Dios como pedía el salmista; y así nos lo atestigua Él mismo en el libro del Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). Dios mismo entra en comunión con el hombre traspasando infinitamente los deseos del salmista.
Inmensurable la promesa de Dios, inmensurable también nuestra precariedad. Pero aún en esta nuestra pobreza, aún cuando en la tentación bajemos a lo profundo de nuestros abismos, siempre queda, por muy débil que sea, el grito de nuestro propio corazón insatisfecho. Como dice san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón no reposará hasta que descanse en Ti». Esta insatisfacción profunda es, aun sin saberlo conscientemente, el grito que alcanza a Dios. Continuemos con el salmo: «Escucha, Señor, mi grito de súplica, ten piedad, respóndeme. Oigo en mi corazón: “¡Buscad mi rostro!”. Tu rostro es lo que busco, Señor».
Sean cuales sean los caminos por donde ha sido llevado un hombre y, por muy débil e imperceptible que sea el grito de su corazón…, Dios lo oye, actúa y salva. No es en nuestros méritos sino en las infinitas y misericordiosas entrañas de Dios donde se apoya nuestra esperanza. Por eso escuchamos en el profeta Isaías una de las características que van a definir al Hijo de Dios: «Caña quebrada no partirá y mecha mortecina no apagará» (Is 42,3). Dios envió su Hijo al mundo para que todo el que se vuelva hacia Él buscando su rostro, sea cual sea su situación moral, no quede defraudado.
Jesucristo, que lleva en su carne la inagotable misericordia de su Padre, viendo a la humanidad doliente y sufriendo con el hombre el cansancio de su propio corazón, proclama esta buena noticia: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,28-30).
El Hijo de Dios muere no para darnos ningún ejemplo moralizante, sino para comprarnos en rescate para el Padre. Así lo anuncia el apóstol Pedro: «Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, Jesucristo» (1Pe 1,18-19). Sangre preciosa del Cordero que ha hecho posible que, el rostro de Dios que buscaba el salmista, esté transparentado en toda su plenitud en el santo Evangelio.