
Fotografía: Jeff Turner (Flickr)
Un hombre fiel que está siendo oprimido por sus enemigos, se dirige a Dios con esta súplica: «Hazme justicia, oh Dios, defiende mi causa contra un pueblo sin piedad. Líbrame del hombre malvado y traidor». Al poner su causa en manos de Dios para que Él le haga justicia, está excluyendo el enfrentamiento con sus enemigos con las mismas armas que estos: la mentira, el fraude, la iniquidad, etc. Es decir, renuncia a buscarse la justicia con su fuerza; prescindiendo de lo que es habitual en estos casos: el «ojo por ojo, diente por diente».
Sin embargo, llega un momento en que se siente rechazado y olvidado por Dios, en quien se ha refugiado. Es como si hubiera apostado por Él en vano, como si su relación de intimidad con Él no fuera más que un espejismo. «Pues tú eres, oh Dios, mi fortaleza: ¿Por qué me rechazas? ¿Por qué he de andar triste bajo la opresión de mi enemigo?». No obstante, a pesar de su desesperanza en Dios, en quien ha confiado, redobla su oración y le suplica: «Envía tu luz y tu verdad: ellas me guiarán y me conducirán hasta tu monte santo, hasta tu morada».
Este hombre fiel representa a todos los hombres que buscan a Dios, el cual responde enviándoles a su propio Hijo. Él, como Buen Pastor, les conduce hacia el Padre. Jesucristo nos dice que ha sido enviado por Él como Camino, Verdad, Vida, Luz del mundo, etc.
Envía tu luz, oíamos al salmista. Y dice Jesús: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Envíame tu verdad, le oíamos también. Y Jesús responde a Tomás cuando le pregunta cómo podemos saber el camino: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,5-6).
Jesucristo es, pues, el enviado del Padre para que el hombre conozca a Dios, que le hace justicia en la adversidad, tal y como pedía el salmista. Son muchos los textos en los que el Hijo de Dios manifiesta su conciencia de haber sido enviado por el Padre. Veamos uno de ellos: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti… ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,1-3). Esta certeza de Jesús de ser enviado por el Padre, es su garantía de que Él le hará justicia cuando culmine el drama de la Pasión.
El Padre, efectivamente, le hizo justicia rompiendo las ataduras de la muerte, rescatándolo victorioso del sepulcro. Con esta victoria se presenta ante los discípulos y, con el mismo poder del Padre, los envía al mundo con su luz y su verdad, para que todo hombre tenga en Él la salvación. «Al atardecer de aquel día, el primero de la semana… se presentó Jesús en medio de los discípulos y les dijo: La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20,19-21).
A partir de este envío, el mal del mundo ya no es aplastante, ya que todo hombre puede, en su desolación, suplicar a Dios como el salmista, ¡envíame tu luz y tu verdad! No es una oración al azar, porque la luz y la verdad están entre nosotros, nos son dadas por la predicación de la Palabra. En ella vemos cómo esta es identificada con la luz y la verdad: «La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9). «Santifícalos en la verdad: tu Palabra es la verdad» (Jn 17,17).
Todo aquel que cree, acoge y hace suyo el Evangelio, está en la verdad y está en la luz; o, para ser más precisos, está, como Jesús, en el Padre. Esto significa que la vida eterna no empieza a partir de la muerte, sino a partir de que un hombre entra en la luz y la verdad de Dios. La escucha de Dios, de su Palabra, que es lo mismo, es la garantía de nuestra comunión con Dios. «Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10,16). En este mismo contexto, Mateo da al verbo escuchar el contenido de recibir a Dios: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado» (Mt 10,40).
La Iglesia primitiva vivía claramente la realidad de que eran enviados por Dios para ofrecer la salvación al hombre por medio del anuncio de la Palabra. Y así vemos cómo, en la Iglesia de Antioquía, que ya tenía un cierto desarrollo, Bernabé y Pablo son escogidos y enviados por el Espíritu Santo para proclamar la salvación en Salamina: «Dijo el Espíritu Santo: Separadme a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado… Ellos, pues, enviados por el Espíritu Santo, bajaron a Seleucia y de allí navegaron hasta Chipre. Llegados a Salamina, anunciaban la palabra de Dios en las sinagogas de los judíos» (He 13,2-5).