Tormenta sobre el mar de Galilea

Tormenta sobre el mar de Galilea (Rembrandt)

“La barca se hallaba ya distante de la tierra muchos estadios, zarandeada por las olas, pues el viento era contrario. Y a la cuarta vigilia de la noche vino él hacia ellos, caminando sobre el mar” (Mt 14,24-25).

 
Hemos visto anteriormente que Jesucristo había obligado a los discípulos a navegar mar adentro y, también, qué significaba este gesto. Nos dice Mateo que la barca se alejó de tierra muchos estadios. El estadio es una medida de longitud equivalente a unos ciento cincuenta metros, por lo que podemos deducir que los discípulos se alejaron bastante hacia el mar. Este dato es significativo para calibrar la experiencia de fe y salvación que van a vivir.

Se desata una violentísima tempestad que coge desprevenidos a los discípulos. La situación se vuelve caótica por momentos; no saben cómo reaccionar y no hay cómo volver a la orilla, es más, ésta no está ni siquiera al alcance de sus ojos. Digamos que Jesús, ante la debilidad de sus discípulos, que no es sino la debilidad de todo hombre para acoger la fe adulta, les ha llevado a hacer esta experiencia seria, profunda, y que, por supuesto, no hubiesen hecho por propia iniciativa. Experiencia profunda y radical ya que no hay a la vista ningún asidero que sirva de salvación.

Jesús, que es Maestro, -el único Maestro- conduce al hombre a la fe iniciándolo en la escuela de la confianza. Escuela en la que constata que la palabra de salvación se cumple. Es necesario que el discípulo aprenda a distinguir entre la Palabra que viene de Dios y multitud de palabras que, por muy prometedoras que suenen a sus oídos, son impotentes para penetrar en el centro profundo de sus problemas personales.

Hablando de la experiencia de fe y salvación, hemos de remitirnos en primer lugar a la historia salvífica que Dios hace con Israel. Llega a la tierra prometida y Dios le dice: ésta tierra es vuestra, os dará fruto y también alimento para vuestros ganados. Será rica en todo tipo de minerales, en fin, una tierra inestimable. Lo único que os propongo es que no hagáis alianza con otros pueblos pues os emparentaríais con sus dioses.

Una vez que Israel se asienta en la tierra prometida y crece poderosamente, vive la experiencia de los demás pueblos. También él se encuentra en situaciones en que es amenazado y atacado por ejércitos invasores. Cunde el pánico, y su falta de confianza en Yahvé hace que mire a derecha y a izquierda buscando una alianza con la cual fortalecerse, un apoyo que le permita escapar del peligro, salir airoso de su situación.

Poco a poco entra en el alma del pueblo la percepción de que es más fiable una alianza con una potencia extranjera, ya que ésta es palpable, que con Dios a quien no ve. Las palabras de exhortación a la confianza que Yahvé le había dirigido -no temáis, yo os traje aquí, yo os protegeré de vuestros invasores- quedan lejanas y vacías de contenido.

 

La desconfianza de Israel

La historia que Dios hace con el pueblo de Israel es un espejo de la historia de nuestra fe. También nosotros enfrentamos situaciones de peligro, angustia, carencia de todo tipo. Hay etapas de nuestra vida en que estamos sobrecogidos por crisis profundas. En estas situaciones es fácil abrazar la salida engañosa. Es tal la pesadez que nos abruma que no nos preguntamos absolutamente nada, actuamos sin ningún discernimiento ni planteamiento de fe. Esta actitud nos revela algo que nos pone en la verdad: nuestra increencia o, dicho con otras palabras, nuestra falta de confianza, es decir, constatamos nuestra fe infantil; nos sentimos golpeados por vientos que nos tambalean existencialmente.

Vayamos a algunos textos de los profetas que nos indican esta tentación y caída del pueblo de Israel. Veremos situaciones en las que su propia forma de pensar, su prudencia, son más creíbles y más eficaces que las promesas de Dios. Empezamos por Isaías: «¡Ay de los hijos rebeldes que ejecutan planes que no son míos y hacen libaciones de alianza que no son a mi aire, amontonando pecado sobre pecado! Los que bajan a Egipto sin consultar a mi boca para buscar apoyo en la fuerza del Faraón y ampararse a la sombra de Egipto. La fuerza del Faraón se os convertirá en vergüenza… Todos llevaron presentes a un pueblo que les será inútil, a un pueblo que no sirve de ayuda ni de utilidad sino de vergüenza y de oprobio” (Is 30,1-5).

Recordemos que Dios había sido la protección de su pueblo a lo largo del desierto. Su sombra, que le acompañaba por medio de la nube, indicaba su presencia. Israel se olvida de todo esto; tiene la persuasión de que el Dios que protegió a sus padres no tiene que ver nada con ellos. Por eso deciden apoyarse en la fuerza del Faraón, ampararse bajo la sombra de Egipto.

El mismo Isaías, un poco más adelante, continúa exhortando a su pueblo: “¡Ay, los que bajan a Egipto por ayuda! En la caballería se apoyan y confían en los carros porque abundan y en los jinetes porque son muchos; mas no han puesto su mirada en el Santo de Israel, ni a Yahvé han buscado.”(Is 31,1).

Estas exhortaciones del profeta a su pueblo para que no se apoye en la fuerza de Egipto, en los jinetes, en la caballería, etc., las va a pronunciar con toda solemnidad el mismo Señor Jesús: “El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida” (Jn 6, 63). El Señor Jesús está anunciando con autoridad que, ante una situación que puede llegar a ser caótica, la carne, es decir, el apoyo que no tiene nada que ver con Él, es inútil para sostener nuestra vida.

También Jeremías se expresa en la misma dirección: “¿Es un esclavo de Israel, o nació siervo? Pues ¿cómo es que ha servido de botín? Contra él rugieron leoncillos, dieron voces y dejaron su país hecho una desolación, sus ciudades incendiadas, sin habitantes” (Jr 2,14). Lo que el profeta está viniendo a decir es que Israel, hijo libre de las entrañas de Dios, ha pasado a ser el hazmerreír de las naciones vecinas por no haberse apoyado en las promesas que había recibido de Él.

Continúa el profeta su exhortación: “Yo te había plantado de la cepa selecta, toda entera de simiente legítima. Pues ¿cómo te has mudado en sarmiento de vid bastarda?… ¡Cuánta ligereza la tuya para cambiar de dirección! También de Egipto te avergonzarás como te avergonzaste de Asur. También de ésta saldrás con las manos en la cabeza…” (Jr 2,21 y 36-37).

Nos hemos acercado a estos textos para ver cómo Dios, en el camino de fe que hace con cada hombre-mujer, permite acontecimientos que nos empujan y nos sitúan en un abismo de inseguridad. Uno mira a todos los lados posibles y no encuentra muelle alguno donde poner a buen recaudo la barca de su vida.

Todos, en general, tenemos la experiencia de haber -al menos en algunas etapas de nuestra existencia- sacado jugo a la vida. De hecho todo se correspondía según habíamos planeado. De pronto, y sin necesidad de que nos golpeen acontecimientos extraordinarios, nos sentimos cansados. Incluso en el éxito, en el ver coronados nuestros esfuerzos, no sabemos cómo se apodera de nosotros una especie de vacío existencial reacio a ser colmado. Nos falta algo, y muchas veces no sabemos ni siquiera definir esa carencia. Esto nos acontece a todos, también a los que viven religiosamente.

En esta situación, el hombre acude al bazar de las novedades intentando, por medio de nuevas experiencias y proyectos, encubrir la herida provocada por la carencia y que no deja de gritar en lo profundo de nuestro ser.