Cadena

Fotografía: Taylor S (Flickr)

Zarandeados por las olas

Vamos a penetrar nuevamente en la historia de Israel. Historia que arroja una luz potentísima sobre nuestro camino de fe. Israel, indudablemente, cree en Dios pero, como hemos visto, no se fía mucho de su palabra, de sus promesas, por lo que, ante sus situaciones límites, se olvida de Él y se apoya en otras fuerzas aunque éstas le lleven a la idolatría.

Enumeramos algunas realidades que, aun siendo buenas en sí, pueden ser destructoras al no estar acopladas a nuestro ser desde la perspectiva y sabiduría de Dios. Podemos nombrar nuestra sed de afectos, seguridades y, por supuesto, de dinero-bienes. No es necesario decir que la ambición del dinero-bienes es el auténtico cáncer que destruye la armonía en nuestro mundo. Injusticias, sobornos, corrupciones, servicio a la mentira y, sobre todo, las terribles y devastadoras guerras -auténticas plagas de exterminio de pueblos y naciones- tienen su caldo de cultivo en el afán delirante del dinero y del poder.

Ya a un nivel más personal, por el afán de dinero, el hombre no tiene tiempo de escuchar ni de buscar a Dios porque, para él, la riqueza es lo primero… y lo segundo y lo tercero. Dios, si es que todavía pinta algo, solamente sirve para cuando haga falta. Por eso Dios, como es misericordioso, nos tiene que poner, como a los apóstoles, en un mar adentro que nos redimensione, en un abismo tal que haga inservibles los asideros a los que siempre hemos acudido. Son situaciones de las que ni nuestra astucia ni sabiduría o habilidad nos permiten salir airosos.

Dios permite nuestra entrada en estos mares adentro para provocar el crecimiento de la fe, para que podamos hacer la experiencia de que, en ese abismo, viene Él caminando hacia ti: Él es tu asidero. Sin una experiencia de esta calidad, nunca podríamos conocer al Dios fiable. Recordemos que la palabra fiable viene de la palabra fe. Repito, es necesario que, al igual que los discípulos, hagamos la experiencia en medio de nuestro mar con nuestra vida zarandeada por las olas y el viento contrario.

La palabra zarandear tiene significados muy profundos en la espiritualidad bíblica. La traducción más exacta sería atormentar e, incluso, azotar. Esto es importante para comprender mejor la experiencia de los apóstoles. Atormentar, azotar, perseguir, son actos propios del Príncipe del mal. Podemos entonces decir que, en medio del mar y del abismo, se entabla un combate entre el príncipe del mal y el Hijo de Dios que viene a tu encuentro en medio de las aguas. En este combate nosotros somos espectadores.

Hemos de mantenernos firmes confiando en la victoria de Aquel que está combatiendo por nosotros. Al ser testigos de la victoria de Jesucristo sobre el mal, pasamos de ser espectadores a ser también vencedores. El Príncipe del mal, que nadie se asuste, tiene su hora de aparente victoria como la tuvo sobre Jesús. Escuchemos las palabras que dijo a sus discípulos después de la oración del Huerto: “Mirad, ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de pecadores” (Mt 26,45). Recordemos que en esa oración del huerto, Jesús acababa de hablar, orar, con su Padre y le había dicho: No se haga mi voluntad sino la tuya.

El Señor Jesús anuncia que Él es la luz enviada por el Padre para iluminar nuestras tinieblas y hacer así que nuestros pasos estén firmes en su camino: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en tinieblas sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12).

Cuando entramos, poco a poco, a creer en el Evangelio, parece como que el poder de las tinieblas actúa con más fuerza sobre nosotros. Nos pasan cosas que antes nunca nos habían pasado como, por ejemplo, una crisis de fe. También podemos experimentar una soledad angustiosa de cara a nuestro círculo social. Estas y otras cosas parecidas son tinieblas que se ciernen sobre nosotros y que siembran muchas dudas acerca de nuestra forma de actuar.

El mismo apóstol Pablo, parafraseando el salmo 44 e interpretándolo a la luz de Jesucristo, hace esta afirmación: “Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó” (Rm 8,36-37).

Pasamos ahora a la inagotable espiritualidad de los salmos y oímos al salmista suplicando a Dios: “No entregues a la bestia el alma de tu tórtola, la vida de tus pobres no olvides para siempre” (Sal 74,19).

La bestia, a la que alude el salmista y que simboliza la destrucción, es la misma que el Apocalipsis identifica con Satanás. El salmista está pidiendo a Dios que no entregue al Príncipe del mal a aquel que está creyendo en Él. Se refiere a Jesucristo y sus discípulos. La vida de tus pobres no olvides para siempre. El discípulo puede sentirse a veces abandonado y olvidado de Dios, como que no se entera de lo que le está pasando. Nos recuerda a los pobres apóstoles luchando desesperadamente contra una tempestad que les sobrepasa. El discípulo, aun extenuado, no deja de confiar en que Él se presente en su vida en medio de su tempestad.

La súplica del salmista, y que el discípulo hace suya, le abre el pórtico de las bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos” Bienaventurados aquellos que, en medio de sus tempestades y abismos, tienen la sabiduría para desechar otras soluciones y se agarran al Evangelio como su único apoyo. Estos son los bienaventurados.

El apóstol Pedro nos invita a estar alertas y vigilantes porque la bestia, Satanás, está rondando buscando a quién devorar, a quién aplastar con su poder: “Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe, sabiendo que vuestros hermanos que están en el mundo soportan los mismos sufrimientos. El Dios de toda gracia, el que os ha llamado a su eterna gloria en Cristo, después de breves sufrimientos, os restablecerá, afianzará, robustecerá y os consolidará” (1P 5,8-10).

El autor de la carta a los Hebreos dice que el Hijo de Dios ha venido para librarnos de este miedo que nos imprime Satanás y que nos mueve a buscar soluciones ficticias a nuestros problemas, de la misma forma que movía a Israel a buscar la salvación no en lo que Yahvé le había prometido sino en los ejércitos poderosos, carros, caballería y jinetes de Egipto. Leamos el texto: “Por tanto, así como los hijos participan de la sangre y de la carne, así también participó él de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir al Diablo, y libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a la esclavitud” (Hb 2,14-15).

La peor y más opresiva de las esclavitudes es la de estar condicionado por aquellos asideros que, al final, se convierten en un punto sin dirección a ninguna parte. El discípulo, ejercitado en el aprendizaje de la fe por su maestro el Señor Jesús, ha asimilado la suficiente confianza para saber que, al final, lo que prevalece en su mar turbulento es el paso de Dios caminando firme sobre las aguas y rescatándole. Pone a las olas en su sitio de forma que la barca, por más que sea zarandeada, permanezca estable.

 

Noche de guardia

El libro de Job nos ofrece una catequesis impresionante a este respecto. Ante la furia y el despotismo del mal que cae sobre él, Dios le dice: no te preocupes, confía en mí; yo tengo el poder sobre el mal. Como sabemos, éste está representado bajo la figura de la impetuosidad del mar. La Palabra de Dios surge majestuosa para increpar a las aguas: “¡Llegarás hasta aquí, no más allá! ¡Aquí se romperá el orgullo de tus olas!” (Jb 38,11).

Jesús actualiza el texto que hemos entresacado del libro de Job. Su caminar firme sobre las aguas es un proclamar su victoria, es un cara a cara con el mal diciéndole: ¡Hasta aquí ha llegado el orgullo de tus olas! ¡Hasta aquí ha llegado tu poder destructivo sobre el hombre!

Volvemos la mirada hacia los apóstoles, luchando denodadamente contra la tormenta. Mateo nos dice que a la cuarta vigilia de la noche vino Jesús hacia ellos caminando sobre el mar. Erguido, desafiando las olas y el viento contrario, los pasos del Hijo de Dios proclamaban tanto su poder como la misión para la que había sido enviado: ser el asidero de salvación para todo hombre.

La cultura de Israel divide la noche en cuatro vigilias que se suceden desde las seis de la tarde a las seis de la mañana. La última de ellas, la cuarta, poco a poco va rozando los albores del amanecer. Saber que Jesús fue al encuentro de sus discípulos hacia la última vigilia, nos da a entender que éstos han pasado casi la noche entera bregando, gritando y hasta tocando la muerte.

A este respecto, es importante señalar que, apenas Israel sale de Egipto, se encuentra en una situación sin salida. Si, por una parte, el ejército opresor le persigue, de frente se encuentra con el mar Rojo. Aparentemente no hay otra opción que no sea la de rendirse y volver a la esclavitud de la que acaban de salir. Ante esta situación, todo Israel, como si fuera una sola voz, grita desesperadamente a Dios quien actúa en su favor:

“Llegada la vigilia matutina, miró Yahvé desde la columna de fuego y humo hacia los ejércitos de los egipcios y sembró la confusión en el ejército egipcio. Trastornó las ruedas de sus carros, que no podían avanzar sino con gran dificultad. Y exclamaron los egipcios: Huyamos ante Israel, porque Yahvé pelea por ellos contra los egipcios” (Éx 14,24-25). En la vigilia matutina, es decir, también en la cuarta vigilia, cuando todo indica que la suerte de Israel está echada, Dios aparece en medio de ellos para salvarlos. Es fundamental que retengamos el grito de los egipcios: ¡huyamos ante Israel porque Yahvé está y pelea por ellos!

Cuando Jesús obliga a los apóstoles a navegar mar adentro, da la impresión de que les envía a la boca del lobo, a enfrentarse ellos solos con el mar encrespado. Ellos obedecen, y Jesús es el que va a combatir. Para ello, lo primero que hace es subir al monte para orar. Su combate es una reposición del combate que hizo Yahvé a favor de su pueblo cuando su camino hacia la libertad estaba bloqueado por el mar. Ahora, el Hijo de Dios reedita la liberación del Éxodo, esta vez a favor de toda la humanidad.

Mientras este combate de Jesús con las fuerzas del mal está por librarse, imaginamos a sus discípulos pensando atropelladamente: ¿Qué será de Jesús?, ¿dónde está?, ¿cómo es que nos ha enviado aquí y nos ha dejado solos?, ¿para qué nos sirven ahora tantos milagros? No son capaces de saber que Jesucristo, en oración, ya ha iniciado su combate contra el mal y que, como un centinela, está esperando el momento oportuno.

Cuando Israel salió de Egipto, también Yahvé estuvo velando, como centinela, toda la noche para librarlo: “Noche de guardia fue ésta para Yahvé, para sacarlos de la tierra de Egipto” (Éx 12,42).

Noche de guardia fue también la de Jesús en el monte para sacarlos de las garras de la bestia. Noche ya preanunciada en aquella guardia nocturna de Yahvé, su Padre, y que culminó en aquel amanecer en el que hizo saltar por los aires el sepulcro de su Hijo. En esta última y definitiva liberación, Dios anuló para siempre el estigma de la muerte. En el alba de la resurrección brilló para toda la humanidad la vida eterna como don de Dios.

Pasamos ahora a un texto del Éxodo en el que se nos relata el combate entre Israel y Amalec. En él vemos la imagen de Moisés que, mientras intercedía con las manos alzadas, la victoria se decantaba por Israel; mas, cuando sus manos caían por el cansancio, prevalecía Amalec. Leamos el fin de este episodio: “Se le cansaron las manos a Moisés, y entonces ellos tomaron una piedra y se la pusieron debajo: él se sentó sobre ella, mientras Aarón y Jur le sostenían las manos, uno a un lado y otro al otro. Y así resistieron sus manos hasta la puesta del sol. Josué derrotó a Amalec” (Éx 17,12-13).

Es evidente el símil entre Moisés con los brazos alzados y Jesucristo con sus brazos extendidos en la cruz. En ella el Señor Jesús libra su último y definitivo combate, el de la victoria total. También él tiene una piedra de apoyo que no es una roca sino su Padre. Se apoya en Él porque lo que está haciendo no es iniciativa suya. Sabe que es enviado y, como tal, se apoya en aquel que le envió. Así pues, su Padre es su roca de apoyo. Los Salmos y los profetas nos muestran cómo Israel se dirige repetidamente a Yahvé como “nuestra roca”.