
Buen Pastor (Simon Dewey)
«Entonces Jesús les dijo de nuevo: En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido delante de mí son ladrones y salteadores; pero las ovejas no les escucharon. Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto» (Jn 10,7-9).
Pongamos nuestra atención en lo que dice Jesús: «Yo soy la puerta de las ovejas». Es una puerta por donde uno entra y está a salvo porque encuentra alimento y, a través del alimento, el descanso. Jesús se define a sí mismo como el «Pan vivo», el que nos da la vida y nos hace inmanentes con Dios.
Yo soy la puerta de las ovejas, una puerta que se abre, por la que accedes y, a partir de la cual, entras en el gozo de Dios, que es justamente lo contrario de ese estar a veces en angustias, desorientado, pensando si vale la pena vivir así. De hecho, suele acontecer que nos atormentamos pensando que hubiese sido mejor no haber realizado ciertas cosas. Nos parece que nuestra vida sería más positiva de no haber tomado determinadas decisiones que nos han marcado. Siempre el demonio nos pone la tentación de mirar hacia atrás. El cristiano vive el presente porque sabe que hay una puerta de liberación.
Vivimos el presente sin demonizar el pasado ya que, sea como fuere, este nos ha traído hasta aquí, nos ha colocado en disposición de escuchar una palabra donde el Hijo de Dios vivo se presenta como puerta para entrar en su propio gozo.
Este «Yo soy la puerta» está en concordancia catequéticamente con todas las expresiones de Jesús que empiezan por «Yo soy»: Yo soy el camino, Yo soy la verdad, Yo soy el pan vivo, Yo soy la vid, vosotros los sarmientos… Son los atributos de Dios, ya que Él se define ante Moisés como «Yo soy el que soy». En esta puerta nos encontramos con el Buen Pastor, con el camino, la verdad, la vida, el pan vivo…, es decir, con todo aquello que nos fusiona con Dios. Esto es posible cuando entramos en comunión con Jesucristo.
Los pequeños son los sabios
Todos los «Yo soy» que acabamos de ver, confluyen en lo que ya viene anunciado en el Antiguo Testamento cuando frente a todos los peligros por los que tiene que pasar el salmista, le hacen dirigirse a Dios con esta súplica: «Di a mi alma: Yo soy tu salvación» (Sal 35,3). Jesucristo, el Yo soy entre nosotros, el Emmanuel, es el que hace que el Evangelio confluya dentro del hombre haciéndolo suyo. Es entonces Dios mismo dentro de él quien se cuaja como Palabra, hasta el punto de decir a su alma: Yo soy tu salvación. Es a partir de esta experiencia cuando el hombre toca la salvación de Dios y se «apropia» de su naturaleza divina.
La predicación hace posible la penetración de la Palabra, tal y como Dios prometió al profeta Jeremías: «Las grabaré en vuestro ser, en vuestro corazón, en vuestro interior, en vuestra alma…». Hasta que llegue el momento en que la Palabra se personaliza, que es lo que pedía el salmista. «Di tú a mi alma: Yo soy tu salvación». Porque, evidentemente, estas palabras sólo te las puede decir Dios. Con no poca frecuencia se nos ha dicho otro tipo de cosas, como por ejemplo: por aquí vas bien, actúa así y te darán la razón, te vas a sentir realizado, se cumplirá lo que tú deseas… Pero la prueba de que son palabras engañosas, es que ha pasado el tiempo y, dentro de ti, no se ha cumplido tu expectativa de vivir plenamente. Quedas insatisfecho; una vez desatado el envoltorio, nos encontramos con la obra de nuestras manos, obras que te llevaban al “tener” mientras que tú naciste para “ser”.
En esta situación, es para nosotros de gran ayuda encontrarnos con esta Palabra: «Di a mi alma: Yo soy tu salvación». Es en este contexto donde podemos comprender lo que Pedro dijo a Jesús cuando daba la impresión de que su misión era un fracaso total. Después de la multiplicación de los panes, descrita en el evangelio de san Juan, Jesús se anuncia a sí mismo como el pan vivo, y añade: «Mi carne es verdadera comida, mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6,55). Sobreviene entonces un escándalo enorme hasta el punto de que todos se marchan. Jesús, ante esta situación, pregunta a los apóstoles: «”¿También vosotros queréis marcharos?”. Le respondió Simón Pedro: “Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna”» (Jn 6,67-68). Tú eres el único que puedes decirme, Yo soy tu salvación. Tú eres el único en quien se cumplen todas las promesas hechas a mi pueblo y a mis padres.
Y no es que Dios lo quiera poner difícil; la puerta es la que es. Vamos a verla a la luz de Dios: «Atravesaba ciudades y pueblos enseñando mientras caminaba a Jerusalén y uno le dijo al Señor: “¿son pocos los que se salvan?”. Él les dijo: “luchad por entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos pretenderán entrar y no podrán”» (Lc 13,22-24). Luchad, combatid para entrar por la puerta estrecha, porque muchos querrán y no podrán. No es que Jesús diga: los echaré; es que no cabrán, han engordado demasiado, van con demasiadas obras humanas, con hinchadas pretensiones. Simplemente, pretendieron entrar y eran mayores que la puerta. Es una puerta pequeña por la que sólo pueden entrar los pequeños, los niños.
El salmo 131 nos ilumina en gran manera. Empieza así: «No está inflado, Yavé, mi corazón». Corazón inflado, en la Escritura, es el que se opone a Dios. Su razón es más importante que Dios, lo que no le impide ir todos los días al templo. Sin embargo, su corazón, que es donde se gesta la conversión, es ajeno a Dios.
Continúa el salmo: «Ni están mis ojos subidos. No he tomado un camino de grandezas, ni de prodigios que me vienen anchos». Prodigios, anchos caminos de grandezas, incompatibles con la puerta estrecha. Grandeza que no hace más que crecer cuando nuestra vida es un continuo escalar.
Seguimos al salmista: «No, mantengo mi alma en paz y silencio, como un niño destetado en el regazo de su madre. ¡Como niño destetado está mi alma en mí!». Compara el alma del creyente a un niño pequeño. Ya dice Jesús que el Reino de los cielos no viene espectacularmente. Jesús no viene con grandezas, no viene con ningún poder subyugador.
Cuando el profeta Isaías anuncia la paz mesiánica, presenta así al Mesías: «Saldrá un vástago del tronco de Jesé y un retoño de sus raíces brotará, se posará sobre él el espíritu de Yavé, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yavé, no juzgará por apariencia ni sentenciará de oídas». El profeta nos asombra cuando, después de haber anunciado al Mesías con todos estos dones del espíritu de Yavé, proclama que es un niño que pastoreará y traerá: «Serán vecinos el lobo y el cordero, el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos y un niño pequeño los pastoreará» (Is 11,1-6). Un niño pequeño que, como tal, ni puede ir ni de hecho va detrás de prodigios ni de caminos anchos. Él es la puerta estrecha y también la medida de la puerta.
Reposando en Él
En una ocasión se acercó un escriba a Jesús y le dijo: «”Maestro, te seguiré donde quiera que vayas”. Le dice Jesús: “Las zorras tienen guaridas, las aves del cielo nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”» (Mt 8,19-20).
Las aves del cielo tienen nidos y las zorras madrigueras, mientras que yo no tengo dónde reposar mi cabeza. ¿Qué quiere decir Jesús con esta respuesta? Él solamente reposó la cabeza cuando exclamó en la cruz: «Todo está cumplido», es decir, ya está la Palabra colmada en su plenitud y ofrecida gratis para el hombre: «E inclinando la cabeza entregó el espíritu» (Jn 19,30). Jesús nació en Belén, ciudad pequeña y desconocida; y nace en las afueras, en un establo que podía servir de alojamiento para los vagabundos porque nadie quiso saber nada de Él. Tampoco quiso saber nadie nada de Él en la hora de su muerte. O más aún, los que estuvieron presentes en ella, fueron para ver un espectáculo (Lc 23,48), algo así como se asistía a los circos romanos. Sin embargo, Dios sí ofreció a su Hijo a la vista de todos los pueblos, no como espectáculo sino como puerta de salvación para todo hombre. En su propio Hijo, el Padre está proclamando la esperanza y se anuncia con estas palabras: Aquí estoy entre vosotros.
El «Yo soy», tantas veces proclamado por Jesucristo en primera persona anunciando la salvación, es el cumplimiento de las maravillosas promesas que Yavé hace al pueblo de Israel. Yavé, cuando quiere dar una garantía de que les va a salvar, les dice «aquí estoy».
El profeta Isaías, cuando habla de la liberación de Israel, nos ofrece un poema consolador animando al pueblo ante la próxima vuelta de su destierro (Is 40,6-11): «La hierba se seca, la flor se marchita, mas la palabra de nuestro Dios permanece para siempre. Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión, clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén, clama sin miedo, di a las ciudades de Judá: ahí está vuestro Dios». Es la perspectiva de la liberación. «Ahí viene el Señor Yavé con poder y su brazo lo sojuzga todo, ve que su salario lo acompaña y su paga le precede. Como pastor pastorea su rebaño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva y trata con cuidado a las paridas». A la luz de este texto, los cristianos nos vemos a veces como corderitos y a veces engendrando hijos en la fe, como le gustaba decir de sí mismo al apóstol Pablo.
Detengámonos en el término «corderitos», porque es muy importante. ¿Qué significa corderito? El texto del profeta partía de que la palabra de Dios permanece para siempre, por lo tanto, hay que subirse a lo alto como mensajero y anunciar: El destierro está para finalizar. ¿Dónde está la fuerza y la garantía de este anuncio? En que Dios está aquí, entre nosotros; ahí está nuestro Dios. Viene como Pastor al encuentro de los corderitos; así es como lo escribe Isaías, en diminutivo. Estos corderitos somos nosotros cuando, por el fruto de la Palabra, estamos recién nacidos. Somos tan débiles que la Palabra recibida nos asombra y desborda por completo hasta el punto de parecernos imposible que se cumpla; sin embargo, ya hemos nacido a la fe.
¡No tengas miedo, dice Dios, porque yo te cogeré en brazos hasta que la Palabra se haga fuerte en ti! En cierto modo, estamos viviendo una doble dimensión: por una parte, damos la vida anunciando la Buena Noticia y, por otra, la Palabra nos fortalece y coloca cada día en brazos de Dios.
También Isaías nos dice: «Me he hecho el encontradizo de quienes no preguntaban por mí, me he dejado hallar por quienes no me buscaban. Dije: “¡Aquí estoy, aquí estoy!”. A gente que no invocaba mi nombre» (Is 65,1). Este anuncio de salvación es ya universal. Y, ¿cuándo se ha hecho Dios encontradizo con toda la humanidad? Cuando fue levantado en la cruz; desde allí, Jesucristo hizo presentes todos sus «Yo soy» a los que ya nos hemos referido; y más concretamente aún: Jesucristo crucificado es el cumplimiento del «Aquí estoy» de Yavé para salvar. La Iglesia tiene la misión de hacer visible a toda la humanidad el «Aquí estoy» de Dios por medio de la predicación del Evangelio.
Siguiendo en el mismo contexto, contemplamos la muerte de Lázaro. Muere, y Jesús va a propósito más tarde, una vez terminado el ritual del entierro. Ante la llegada de Jesús, Marta dijo a María: «El Maestro está aquí y te llama». Él está aquí; está en consonancia con el «estoy aquí» proclamado por Isaías como garantía de la liberación de Jerusalén. El Maestro está aquí para que, tanto Marta como María, así como todos los judíos presentes en el entierro de Lázaro, puedan ser testigos de que Él es mayor que la muerte, testigos de las palabras dichas a Marta: -«Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera vivirá» (Jn 11,25)-, se cumplen: Y resucita a Lázaro. Es entonces cuando los sumos sacerdotes decidieron la muerte de Jesús.