Jesús predica a los apóstoles

Es Maestro y Pastor

Creemos que es conveniente llamar la atención acerca de lo importante que son las Escrituras para nuestro camino de Fe. Una persona que banaliza la Palabra, podemos situarla en la categoría de los necios, término que encontramos a veces en la boca del mismo Hijo de Dios. Es necio en sentido bíblico porque, teniendo a su disposición el alimento gratis, sigue comiendo el pan del sudor y del esfuerzo. De hecho, si iniciamos nuestra oración litúrgica con la invocación: ¡Dios mío, ven en mi auxilio!, es porque necesitamos que Dios nos dé gratuitamente el espíritu de la Palabra que nuestros labios proclaman, Palabra que está colmada de vida.
 
La Eucaristía es la plenitud de la Palabra, el culmen de la fe; ahora bien, no hay plenitud sin fundamento, sin base. Este cimiento es el que vimos antes en el profeta Isaías: la escucha de Dios.
 
Con respecto al hecho de que Jesús sufrió en su cuerpo nuestro sudor, podemos dirigir nuestros ojos a este texto profético: «Ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba!» (Is 53,3-4). Es evidente que el rostro de Jesús en la cruz, lleno de sangre y de sudor, daba repugnancia, por lo que es normal que la gente se cubriese el rostro.
 
Cuando uno contempla la Palabra, entra en sintonía con ella, se cumple lo que dicen las Escrituras: «Los que miran a Dios refulgirán» (Sal 34)… «Brillará vuestro rostro», leemos en el Apocalipsis. Brilló radiante el rostro de Esteban cuando anunció la divinidad de Jesús proclamando que Él era el Mesías; irradió su rostro cuando vio que la muerte se cernía sobre él y, a cambio, se le abrió la puerta de la vida eterna.
 
Pongamos ahora nuestra atención en el milagro de la multiplicación de los panes tal y como nos viene narrado por Mateo (Mt 15,29-37). Para apreciar mejor el texto, entendamos los panes como «los pastos» a los que ya nos hemos referido.
 
«Pasando de allí Jesús vino junto al mar de Galilea; subió al monte y se sentó allí». A propósito de sentarse, recordemos lo que dice Jesús de la cátedra de Moisés, donde se sientan los escribas y fariseos para imponer cargas. Recordemos también que Él se sentó en la cátedra del monte donde se proclamaron las Bienaventuranzas, en la cátedra del Calvario donde aconteció la salvación. «Y se le acercó mucha gente trayendo consigo cojos, lisiados, ciegos, mudos y otros muchos; los pusieron a sus pies y él los curó. De suerte que la gente quedó maravillada al ver que los mudos hablaban, los lisiados quedaban curados, los cojos caminaban y los ciegos veían; y glorificaron al Dios de Israel». Jesús, compasivo ante tanta enfermedad, decide darles de comer; multiplica los panes como signo de su oferta de salvación: Él mismo es el pan vivo que da la vida eterna. «Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: siento compasión de la gente, porque hace ya tres días que permanecen conmigo y no tienen qué comer». ¡Tres días! La experiencia de fe del misterio de la Cruz. Misterio en el que a veces parece que pierdes el tiempo, que, al menos antes, con tus prácticas llenas de sudor y esfuerzo, te alimentabas, y ahora ni eso.
 
Es entonces cuando Dios interviene; este monte lleno de cojos, lisiados, mudos, enfermos, etc., es preludio del monte de la salvación, el monte del banquete donde se curan todos. El monte donde se ofrece el verdadero pan, cuyo alimento hace que nuestros ojos se encuentren con Dios y se curen, y también nuestros oídos; monte donde nuestros pies lisiados se enderezan; es la prueba de la fe. Seguimos con el texto: «Tres días que permanecen conmigo y no tienen qué comer y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino». Sí, porque llega un momento en que uno dice: si todo esto es mentira, si Dios no interviene voy a desfallecer porque mi esperanza ha quedado defraudada. No tenemos por qué preocuparnos, porque en nuestra experiencia de la cruz, que se hace buscando a Dios, Él no permitirá tu desfallecimiento.
 
Hemos oído que Dios dijo a los apóstoles: tengo compasión de ellos; es decir, voy a entrar en su pasión, en su padecimiento. Y esto ¿por qué? Porque han venido hasta aquí para estar conmigo. Por eso les voy a dar un alimento para que pasen del estar al permanecer conmigo. La palabra permanecer con alguien, en la Escritura, significa ser inmanente a ese alguien; en este caso, inmanentes al mismo Hijo de Dios. A este propósito, podemos recordar las palabras de san Alberto Magno: «Yo no busco ni deseo otra cosa que a ti solo. Señor, atráeme hacia ti. Abrásame en el fuego del más ardiente amor. Méteme en el abismo de tu divinidad. Hazme un solo espíritu contigo».
 
Concluimos este milagro de Jesús: «Le dicen los discípulos: ¿Cómo hacerlo si no hay pan suficiente para saciar a una multitud tan grande? Dice Jesús: ¿Cuántos panes tenéis? Dijeron: siete y unos pocos pececillos. Mandó a la gente acomodarse en el suelo. Tomó luego los siete panes y los peces y dando gracias los partió». Estaba anunciando su muerte: Él se partió en la cruz y el hombre recibió su vida eterna.
 
«E iba dándolos a los discípulos y los discípulos a la gente». He aquí el fundamento y el sentido de la misión de la Iglesia: anunciar el Evangelio de la vida eterna que ella misma ha recibido. El discípulo recibe gratuitamente el pan vivo de la Palabra por la que va asimilando la vida eterna. Por eso mismo, también gratuitamente, y sin pretender ni siquiera la aceptación de sus propuestas evangélicas, predica la Palabra consciente de que se entrega a la causa de sus hermanos: que estos sepan que hay vida eterna comprada para ellos por el mismo Hijo de Dios con su sangre.