Ángel

Fotografía: guilherme (Flickr)

El Evangelio de la gloria de Dios

A la luz de estos comentarios vamos a entrar en el salmo 73. En él oímos al salmista exclamar: “He puesto mi cobijo en el Señor a fin de publicar todas sus obras”. El salmista está profetizando la experiencia de Jesús y de cada uno de sus discípulos. En este momento nos interesa la de Pedro. Él ha puesto su cobijo en el Señor que ve y oye a lo lejos, y no en la barca en la que se asienta. Esta experiencia de fe es el fundamento y condición ineludible para la evangelización.

Todo aquel que anuncia el Evangelio publica en primer lugar su obra misericordiosa con los hombres. Anuncia que todo aquel que grite al Señor, mándame ir hacia ti, recibirá una palabra que le dé poder para caminar sobre sus aguas. El anunciador del Evangelio es un testigo de esta obra de Dios; por eso siente la urgencia de anunciar a sus hermanos que lo que Dios ha hecho con él lo quiere hacer con todos.

Caminar sobre las aguas se cumple en su plenitud en Jesucristo. Él caminó sobre las aguas de la muerte que levantaban la cruz en el monte Calvario. Cuando estas aguas le envolvieron y le condujeron al sepulcro, Dios lo levantó y “le dio el Nombre sobre todo nombre,” como dice el apóstol Pablo en la carta a los Filipenses: “Se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre” (Fl 2,8-9).

A partir de su resurrección, de su victoria sobre la muerte, el Señor Jesús tiene autoridad para ofrecer a todo hombre el Evangelio que le salva. Los discípulos de Jesús tenemos la misión de anunciar el Evangelio de la salvación con la autoridad que nos da haber caminado sobre las aguas apoyados en Él.

Al final de su primera carta, Juan alienta a los cristianos que están haciendo su combate de la fe. Sabe que en este combate afloran las dudas y los miedos, también ellos han de caminar sobre las aguas en su encuentro hacia el Señor Jesús. Por eso y para que no pierdan el tesoro del Evangelio que han recibido, levanta su ánimo con estas palabras: “Sabemos que somos de Dios y que el mundo entero yace en poder del maligno. Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al Verdadero. Nosotros estamos en el Verdadero, en su Hijo Jesucristo. Éste es el Dios verdadero y la Vida eterna (Jn 5,19-20).

A propósito de estas palabras de Juan, traemos a colación lo que dijo el Señor Jesús después de su resurrección a sus discípulos: “Éstas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí”. Palabras a las que, como sabemos, no dieron crédito, ya que ante su pasión y su muerte creyeron que todo había terminado.

Ante la impotencia de creer, Jesús resucitado, como hemos dicho, se apareció a ellos; y continúa el texto diciendo: “…entonces abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras” (Lc 24,44-45).

Jesús abrió sus mentes y su espíritu para que el Misterio de la Palabra, del Evangelio, penetrara en su interior. Juan, testigo de la acción de Jesucristo sobre él, anuncia que esta acción es para todos los hombres que buscan a Dios. Es como si Juan les dijera: nos ha dado inteligencia no solamente a mí sino también a vosotros, a toda la comunidad, para que conozcamos al Verdadero, para que podamos penetrar el Misterio de Dios.

Jesucristo da a sus discípulos de todos los tiempos lo que podríamos llamar la calidad del oído. Nos abre el oído para que sea como el suyo: abierto al Padre. Recordemos que el oído abierto es uno de los signos con que Isaías identifica al futuro Mesías: “El Señor Yahvé me ha dado lengua de discípulo, para que haga saber al cansado una palabra alentadora. Mañana tras mañana despierta mi oído, para escuchar como los discípulos; el Señor Yahvé me ha abierto el oído. Y yo no me resistí, ni me hice atrás (Is 0,4-5).

Cerramos este capítulo con un texto de las catequesis que Jesucristo dio a sus discípulos en la última cena. Oigámosle: “Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo para que contemplen mi gloria” (Jn 17,24).

Esta petición que Jesús hace al Padre es a favor de los discípulos que estaban allí presentes, y de todos los que han de sucederse a lo largo de los tiempos. Le pide al Padre que estén con Él como hijos suyos. Y añade: para que contemplen mi gloria. ¿Por qué quiere Jesús que contemplemos su gloria? Para participar de ella. Los cristianos somos hijos de la luz precisamente porque contemplamos la gloria de Dios. El apóstol Pablo se refiere al Evangelio como “el Evangelio de la gloria de Dios” (1Tm 1,11).

Los primeros cristianos eran conscientes de que participaban de la gloria de su Señor Jesucristo por la acogida y aceptación del Evangelio. Testificamos lo que estamos diciendo con la garantía que nos dan las palabras de Pablo dirigidas a los cristianos de Tesalónica: “…porque Dios os ha escogido desde el principio para la salvación mediante la acción santificadora del espíritu y la fe en la verdad. Para esto os ha llamado por medio de nuestro Evangelio, para que consigáis la gloria de nuestro Señor Jesucristo” (2Ts 2,13-14).