
Cristo y san Pedro en el lago (M. I. Rupnik)
“¡Ven!, le dijo. Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas, yendo hacia Jesús” (Mt 14,29).
Habíamos oído a Pedro clamar a Jesús, que caminaba majestuosamente sobre el mar: ¡Señor, si eres tú, mándame ir donde ti sobre las aguas! Entendimos que le había reconocido como Dios, que es lo que significa la palabra Señor. Con este apelativo, Adonai, se nombra a Yahvé con frecuencia a lo largo del Antiguo Testamento. Pedro, en su súplica clamorosa, había pedido a Jesús que le diese una palabra que le impulsase a saltar de la barca para poder ponerse en camino sobre las aguas hacia Él.
Jesús accede a la petición de Pedro y le dice: ¡ven! Es la respuesta a su súplica. Su palabra va a ser lo suficientemente poderosa como para saltar hacia el vacío del océano. Ella le va a sostener sobre las aguas. A la luz de la palabra que Pedro acaba de recibir, vamos a ver la alianza que Dios pacta con su pueblo en el Sinaí.
En los preparativos de la alianza leemos lo siguiente: “Yahvé dijo a Moisés: Ve donde el pueblo y haz que se santifiquen hoy y mañana…, que estén preparados para el tercer día porque al día tercero descenderá Yahvé a la vista de todo el pueblo sobre el monte Sinaí. Deslinda el contorno de la montaña, y di: guardaos de subir al monte y aún de tocar su falda. Todo aquel que toque el monte morirá” (Éx 19,10-12).
No se pueden acercar a Dios porque Él es santo. Él mismo establece la distancia: si alguien se acerca, morirá. Recordemos también cuando Yahvé se apareció a Moisés en la zarza ardiente. Éste dirige sus pasos para ver qué es ese fenómeno de una zarza que arde sin consumirse. Es entonces cuando Yahvé le dice: “Quítate las sandalias y no te acerques, que estás pisando tierra sagrada” (Éx 3,5).
Ésta es la línea que encontramos, de una forma o de otra, a lo largo del Antiguo Testamento. El hombre no puede acercarse a Dios. Es lo contrario de lo que Jesús dice a Pedro: ¡Acércate, ven, no tengas miedo! Yo estoy aquí contigo para que puedas caminar sobre las aguas. No temas, ven hacia mí.
La manifestación de Dios en la alianza del Sinaí, de este Dios poderoso que está en medio del fuego, de los truenos y de los relámpagos, provoca temblor y temor en los israelitas. Ni siquiera hace falta que Dios les diga que no se acerquen; es que, asustados, ellos tampoco se atreven. Si ya los fenómenos naturales como los terremotos, tormentas, etc., de por sí les provocaban miedo, cuánto más Yahvé que se eleva poderoso por encima de estos elementos de la naturaleza. Conscientes de que son pecadores, el hecho de estar ante Yahvé, el Santo, les produce un temor de muerte.
Se diluye la distancia
Veamos cómo se sintió el pueblo ante la manifestación de Yahvé, incluso habiendo marcado las distancias: “Al tercer día, al rayar el alba, hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre el monte y un poderoso resonar de trompetas; y todo el pueblo que estaba en el campamento se echó a temblar” (Éx 3,16). Fue tan terrible esta experiencia que el pueblo dijo a Moisés: “Habla tú con nosotros, que podremos entenderte, pero que no hable Dios con nosotros, no sea que muramos” (Éx 20,19). Es por ello que Israel caminará siempre bajo el ritmo de la Ley. Ésta aparece como interposición entre Dios-Palabra y el pueblo. Moisés será el intermediario.
El problema de la ley es cuando ésta se convierte en servilismo. Por una parte no lleva consigo la fuerza para vencer al pecado; y por otra parte, como dice el apóstol Pablo, hace al hombre hijo del temor (Rm 8,15). La ley denuncia que el hombre es pecador pero no le salva. Israel sabe que está sometido al pecado y que no puede agradar a Dios. Entonces intentará “aplacarle” multiplicando toda clase de sacrificios y oblaciones. Veamos, por ejemplo, el siguiente texto: “… La oblación que ha sido preparada con estas cosas, se la llevarás a Yahvé. Será presentada al sacerdote, quien la llevará al altar. El sacerdote reservará parte de la oblación como memorial y lo quemará en el altar, como manjar abrasado de calmante aroma para Yahvé” (Lv 2,8-9).
Sacrificios, que son calmante aroma para frenar la cólera de Dios sobre los pecados del pueblo. Esta realidad, de una forma u otra, está dentro del hombre. Por eso, y para librarnos de este temor, Dios envió a su Hijo. En Él se rompen todas las distancias y todos los temores.
Volviendo a la experiencia religiosa de Israel y su poco liberadora relación con Dios, vemos que, incluso cuando los profetas hablan de conversión en un sentido mucho más positivo y vivificador, no por ello dejan escapar el matiz agobiante del miedo a la cólera de Dios. Analicemos, por ejemplo, este texto de Jeremías: “Circuncidaos para Yahvé y extirpad los prepucios de vuestros corazones”. El profeta exhorta al pueblo a la circuncisión del corazón, que ya es un avance cualitativo en su espiritualidad. Sin embargo, veamos cómo termina su exhortación: “Hombres de Judá y habitantes de Jerusalén, no sea que brote como fuego mi saña, y arda y no haya quien la apague, en vista de vuestras perversas acciones” (Jr 4,4).
Aun cuando se va espiritualizando gradualmente la Ley, desde la alianza del Éxodo hasta la que proclaman los profetas, la distancia y el temor se mantienen. Dios no deja de iluminar y amar a su pueblo. Y así, envía a los profetas que, llenos de sabiduría, suscitan en él el deseo de la salvación. Iluminado por éstos, aprende a suplicar a Dios: ¡ven con nosotros, desciende! Porque por mucho que nos esforcemos con sacrificios y holocaustos, nosotros no podemos presentarnos ante ti. Ven tú hacia nosotros. Estamos ante la espiritualidad de la espera del Mesías.
Escuchemos la súplica desgarradora de Isaías ante el camino torcido en que el pueblo se encuentra: “¿Por qué nos dejaste errar, Yahvé, fuera de tus caminos, endurecerse nuestros corazones lejos de tu temor? Vuélvete, por amor de tus siervos, por las tribus de tu heredad… Somos desde antiguo gente a la que no gobiernas, no se nos llama por tu nombre. ¡Ah, si rompieses los cielos y descendieses…!” (Is 63,17-19).
Por supuesto que Yahvé respondió al grito y al clamor de los profetas que expresaban el sentir de todo el pueblo. Respondió y se encarnó en Jesucristo. Él es el Emmanuel, el Dios con nosotros, tantas veces pedido con gemidos y lágrimas. Descendió entre nosotros y, como signo de que era el Hijo de Dios, dirigió sus pasos hacia el mar y caminó sobre su dorso. Caminando majestuoso sobre las aguas, manifiesta al mismo Dios que desplegó su poder y su gloria en el Sinaí. Sobre este monte, Yahvé se manifestó poderoso por encima de los truenos, relámpagos, temblores y fuego.
También Jesucristo se presenta dominador de las tinieblas, las olas, el viento, con sus pasos firmes sobre el mar. Sin embargo, la distancia se mantiene. Jesús domina sobre el mar mientras que los apóstoles están a merced de él. Su barca, zarandeada por las olas y el viento, amenaza con resquebrajarse. Ante la evidencia de la distancia, Jesús propicia el encuentro Y así le oímos llamar a Pedro: ¡Ven, ya puedes venir, puedes acercarte!
¡Ven! es la palabra que Jesús dirige a Pedro, a la Iglesia. Pedro, cabeza de la Iglesia, representa a todos los cristianos a lo largo de la historia. ¡Qué audacia la suya para adentrarse en esta experiencia de fe que nadie había hecho, que a nadie de sus padres, ni Moisés ni los profetas, les fue dado hacer! Es la audacia de la fe.
Esta audacia toma cuerpo cuando un hombre es tan sabio que, ante su existencia tan azotada por los vientos y las tempestades, cae en la cuenta de que, si se sumerge en una experiencia de Dios para constatar por sí mismo si existe o no, no tiene ya nada que perder y sí mucho que ganar. ¿Cuál es su “posible” ganancia? Su encuentro con Dios. Alguien que ilumina su vida y que le da su sentido válido y profundo.
El ven de Jesús a Pedro es la respuesta de Dios a nuestra debilidad, a nuestra precariedad e incapacidad de darnos la vida a nosotros mismos; es una respuesta que se convierte en llamada. Es una Palabra viva que resuena en la historia del hombre diciéndole: estoy a tu alcance para sostenerte en tu mar. He sido enviado por mi Padre por ti, porque tu vida es preciosa a sus ojos y también a los míos. Estoy contigo para que tú estés conmigo. A este respecto de estar con Jesucristo, fijémonos en la llamada que Jesús hace a los apóstoles tal y como nos la refiere Marcos: “Subió al monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó Doce, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3,13-14).
Fijémonos que Marcos puntualiza en primer lugar que fueron llamados para estar con Él. Éste es el punto de partida de toda llamada de Dios: para estar con Él. Es el principio de un proceso que culmina con la divinización del hombre, tal y como atestiguan tantos Padres de la Iglesia. Esta buena noticia tiene su fundamento en la Escritura; no son consideraciones pías de algún fanático o iluminado. Veamos cómo empieza san Juan el prólogo de su Evangelio: “En el principio existía la Palabra”. Para entender lo que dice Juan, recordemos que ven es la palabra que Jesucristo dirigió a Pedro, y que él mismo suplicó: ¡Mándame ir a ti sobre las aguas! Volvemos a Juan que continúa: “…y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios”. Lo que está diciendo Juan es que Jesucristo, Palabra, está en Dios y es en Dios. Es un estar que implica ser.