Mercedes Vallenilla

Cuando nos propusimos entrevistar a Mercedes apenas conocíamos la historia que hay detrás de esta psicóloga, con más de veinticinco años de experiencia profesional, nacida en Caracas, en 1969. A la hora acordada, aparece en mi pantalla de Skype una mujer enérgica, que transmite vitalidad y cuya cercanía desafía los miles de kilómetros que nos separan, todo un océano entre España y México. Esta mujer, esposa y madre de dos hijos, está volcada en ayudar a los demás desde su consulta, Psicología Católica Integral. Durante su juventud, después de su primer parto, le diagnosticaron una enfermedad rara, que le ha llevado a pasar por dieciséis operaciones quirúrgicas. A pesar de ello, dice haber vivido rodeada de milagros y afirma no tener miedo a la muerte. Me confiesa que su día a día es posible porque el Espíritu Santo optimiza sus capacidades.

 
Dentro de la secularización que vive occidente, ¿cómo podemos dar a nuestros hijos una educación en valores realmente efectiva?

El problema es que ellos no tengan las herramientas para poder discernir y la respuesta está en la familia. En la familia debe haber un sistema de creencias claro y ahí entran también ciertos aspectos como los límites o las normas. Eso no quiere decir que sean impuestos con dureza, sino con suavidad en las formas y firmeza en el fondo. Un sistema de creencias sólido les va a permitir utilizar la razón, que desde la filosofía cristiana es el instrumento con el que Dios nos creó para conducir nuestro coche y actuar en libertad. Si nosotros no discernimos, entonces ellos no van a poder enfrentar este mundo. Eso es lo primero, un sistema de valores claro. Pero también tiene que haber unos padres que transmitan esos valores con coherencia, para que sean internalizados por los hijos. Que vean que los padres los viven y, además, eso les hace felices.

 
¿El afecto y la sobreprotección a los hijos son conceptos independientes? ¿O pueden ir ligados?

La sobreprotección es una forma de expresar el afecto. En el vínculo materno hay dos polos y los polos son malos, porque hacen perder el equilibrio. Hay madres sobreprotectoras que creen estar siendo buenas dándole mucho afecto al hijo y, en el otro extremo, están las madres presentes-ausentes. No porque la madre esté presente es una madre equilibrada. La sobreprotección es una forma de manifestar afecto no equilibrada, porque incapacita al hijo a ser autónomo, que es una necesidad afectiva vital. La madre le roba oportunidades de enfrentarse a la realidad. Hay una vinculación, pero por constituir una forma de expresar afecto que no es buena.

 
En tu web hablas de la presión que sufren los jóvenes de hoy, al no alcanzar el éxito a los 25 años. ¿Por qué se les exige tanto?

El mundo les ha hecho creer que se tiene éxito a los 25, cuando no es verdad. No se puede tener éxito a los 25, porque está iniciando un periodo del ciclo evolutivo psicoemocional llamado adultez joven. Aunque hay contadas excepciones. No me acuerdo de la edad de Mark Zuckerberg, que fundó Facebook cuando era un chaval, como dicen ustedes en España. ¿De qué surge esta presión? De estereotipos sociales. En la sociedad de donde yo vengo, me debía casar teniendo un piso. A los seis años de casada tenía que mudarme a un piso más grande, en una zona mejor, y si no cumplía estos estándares era una fracasada. Existe un ‘deber ser’ que te impone la sociedad y que no surge del ser. Y eso está invertido, porque tiene que ser de dentro hacia fuera.

La mayor parte de mis consultas son de millennials. Llegan con una enorme frustración, incluso algunos deprimidos por un concepto muy mal asumido de sí mismos y de lo que se espera de ellos. Hay una presión social y cuando se suman los padres a esa presión el joven se rompe. Yo les alivio, les digo que a su edad no se puede tener éxito. A esa edad tú eres un buscador. Tienes que probar este u otro trabajo y preguntarte si te sientes realizado, pero que emane de tu ser. Muchos se quedan en trabajos muy bien remunerados que los hacen enormemente infelices, porque creen que deben responder a eso que el mundo les dice que tienen que ser.

 
Existe una corriente que quiere sustituir el humanismo cristiano por una línea de pensamiento relativista e inflexible. ¿Consideras que es fruto del materialismo?

Cuando caímos en el racionalismo, después de la Edad Media, fue por un efecto que los psicólogos llamamos péndulo. Todo tenía que ser respondido desde la razón. Se cayó en un reduccionismo y ese efecto péndulo hizo que se rechazara todo lo que viniera de un ser superior. Con el desarrollo de la ciencia se reduce la indigencia, se descubren vacunas y comienza a aumentarse la longevidad. Pero el racionalismo es un reduccionismo que no da una respuesta al hombre. Entonces viene otro pendulazo hacia el romanticismo, que es una exaltación de una necesidad vital, pero mal buscada, de ser feliz. La felicidad, en vez de ser un medio, se convierte en un fin del hombre y se acaba cayendo en una libertad, que realmente es libertinaje; «busca llenarte de placer, porque tienes derecho a ser feliz».

En este contexto histórico surge el materialismo y el hedonismo. El materialismo es una de tantas vías por las que el hombre intenta satisfacer sus necesidades actuales. Obviamente está ligado al relativismo, porque si no utilizo la razón para descubrir la verdad, voy a asumir una postura relativista. Por eso algunos dicen «es mi verdad». Y no es cierto, no es tal mi verdad. Mis elementos de discernimiento tengo que contrastarlos con una realidad objetiva. Con el relativismo hay un golpe al humanismo cristiano. Y en esta vida no se puede vivir con posturas relativistas. El ‘depende de’ es terrible, porque estás viviendo a merced de una circunstancia relativa, ajena a ti, y así se pierde el foco.

 
En el extremo opuesto, hay laicos en la Iglesia que distorsionan sus creencias, radicalizándolas y convirtiéndose en jueces implacables de los demás. Este fanatismo, que has tratado en un artículo, es realmente preocupante.

Muy preocupante. Es un problema de cómo se interpreta la religión. Normalmente, cuando eso sucede es porque hay una afectividad que está desvinculada, está inmadura. Entonces se interpreta el deber ser de una manera sumamente rígida y si una persona es rígida es implacable. Y la rigidez es absolutamente contraria a la misericordia de Dios. Entre mis pacientes he atendido a personas fanáticas y es lo más complicado. Es más fácil tratar un trastorno obsesivo compulsivo o una depresión. Aunque los he ayudado, ha sido un reto muy grande, porque si una persona vive un extremo con otra cosa, por ejemplo es alcohólica o drogadicta, todos vamos a decir que tiene un vicio, pero qué pasa cuando una persona vive su exceso con la religión. Cómo le convences de que algo que es bueno, porque está sirviendo a Dios, está siendo malo, porque lo está viviendo sin equilibrio. Es dificilísimo, porque, además, hay todo un entorno social, llámese grupo parroquial, movimiento o ministerio que se lo refuerza: «eres una santa», «es que eres un santo». Y resulta que el fanático tiene, por ejemplo, abandonados a sus hijos, porque el Padre le pidió, porque el ministerio, el apostolado…

El fanatismo religioso causa mucho daño, porque es contrario a lo que nuestro Señor Jesucristo nos enseñó. Jesús se ‘acercó’ al pecador, le brindó su confianza, su amistad, le dio argumentos y así, por esa experiencia del amor de Dios, la gente cambia. Hay que juzgar los actos, nunca a las personas. Hay que decir, «este acto no es moralmente correcto, pero tú no eres así, porque eres amado por Dios». Si eso lo experimenta alguien que se ha equivocado, la misericordia opera, pero si experimenta un juicio a su persona, a su ser, no hay misericordia y lo que estamos haciendo es empujar a la gente hacia fuera, en vez de atraerlos.

 
Tu historia es muy inspiradora. Durante tu etapa como misionera te diagnosticaron una enfermedad incurable.

Ese fue el punto donde se inició toda una conversión, porque no solo creó una primera conversión como la de San Pablo. Creó una segunda, tercera… y quinta conversión. Mi esposo y yo sentimos un llamado para dejarlo todo y seguirlo. La verdad es que no teníamos problemas en una Venezuela que no es la de hoy. Después de un discernimiento de año y medio con un guía espiritual, surge la oportunidad de irnos a Filipinas y nos vamos de misioneros con el cardenal Jaime Sin. Fuimos a trabajar con un proyecto de misioneros, pero también con muchos movimientos católicos de todo tipo y entrábamos en zonas muy desprotegidas de la ciudad.

Llegué a Manila muy feliz con nuestra misión, pero un día no me podía levantar de la cama. Mi esposo pensó que yo tenía un derrame cerebral y me llevó al hospital, donde literalmente me dijeron que me quedaban pocas horas de vida. Me hospitalizan quince días, sin tener cómo pagar la cuenta del hospital, sola, con un idioma que no era el mío. Mi esposo iba y venía. Se partía en dos, muy angustiado buscando dinero. Al final me diagnosticaron una enfermedad muy rara, llamada síndrome de Sheehan. Es una enfermedad que se da entre las indígenas en la selva, en el momento del parto. La diferencia es que yo estaba en el mejor hospital de Caracas y hubo una negligencia médica. En aquel momento me dieron diez años de vida útil. Tenía veinticinco y me dijeron todo lo que me iba a pasar, el daño que iban a sufrir mis órganos. La verdad es que en ese momento entré en crisis. Le decía a Dios: «eres un traicionero, te entregué mi vida, dejé todo como el joven rico y cuando estoy feliz ofreciéndote mi vida me dicen que me quedan diez años». Pasé por un proceso muy largo. Entiendo el sufrimiento humano, porque siento dolor a diario. He tenido dieciséis cirugías y habría necesitado más, que no me han hecho porque corro mucho peligro. He estado cuatro veces a punto de morirme.

 
Los médicos acertaron en todo el diagnóstico, menos en que morirías en diez años.

Cumplo veintiséis años desde el día que enfermé y veintitrés diagnosticada. He vivido muchos milagros. Aunque mi enfermedad desorganizó mi fe y mi psicología, siendo yo psicóloga y misionera, tuve una reacción natural y normal. Eso tiene que ver con todo lo que hago hoy, porque fue una purificación de toda mi persona para poder realizar mi labor de acompañamiento como psicóloga. Pero no solo como psicóloga, porque al final es Dios el que sana y yo soy su mensajera, su asistenta. Mi enfermedad ha sido la gran bendición de mi vida y no sería quien soy, ni haría lo que hago, ni sería tan feliz, si no hubiera sufrido todo lo que he sufrido.

 
Tuviste que enfrentarte cara a cara a la pregunta sobre la existencia de Dios y la forma en la que actúa, ¿cómo lograste encontrar una respuesta?

Todas las respuestas que intenté buscar fuera de mí, en libros, me frustraban más. Y también las respuestas de personas muy buenas que me acompañaban: sacerdotes, teólogos, filósofos… Yo les decía que me estaban hablando desde la teoría. Quería que me presentasen a alguien que me hablara de esa teoría internalizada, interiorizada en la propia vida. Además, me enfadaba con la gente que me decía: «toma tu cruz y síguelo. No hay cruz que no puedas cargar».

Me di cuenta que tenía que dejar de buscar respuestas fuera. Busqué dentro de mí y encontré respuestas. La primera fue que esto es un misterio. El sufrimiento es un misterio. La totalidad está reservada para la eternidad. Aquí solo podemos encontrar breves respuestas, el prólogo de una gran enciclopedia. Lo segundo fue que me rendí. Yo parecía don Quijote peleando con los molinos de viento. Me di cuenta de que si seguía en esa búsqueda iba a romper conmigo y con mi matrimonio. Y fue una frase la que me sacó adelante, que dio título a mi tercer libro (Que el dolor no te robe el amor). Me la dijo mi esposo: «mi amor, ¿dónde estás? No te reconozco. El dolor te está robando el amor». Y en tercer lugar me abrí a experimentar el amor de Dios, porque al final eso es lo que me ayudó a mudar mi vida. No ocurrió todo de una vez. Primero fue resignación; luego aceptación, acepto mi enfermedad, pero todavía no la quiero; luego fue agradecimiento, esto es un bien para mí, gracias. Y hoy es ¡qué bendición! Esa fue la escalera que viví progresivamente.

 
Y ahora brevemente:

Una película.

La de mi santo patrono, la película del Padre Pío, con el que me identifico mucho con su carácter.

 
Un libro.

¡Uy, me lo estás poniendo difícil! Me vienen muchos a la mente. Si tuviera que escoger uno sería Sobrevivir para contarlo, de Immaculée Ilibagiza, una mujer católica que vivió el genocidio en Ruanda. Es un libro que me impactó, porque me identifiqué muchísimo. Hay momentos en la vida de sufrimiento extremo, donde el alma gime, pero de mucha presencia de Dios. Para mí es el culmen del vía crucis personal y ella lo vivió.

 
Una canción.

¡No, esto se ha puesto muy difícil! Estas son más difíciles que las anteriores (risas). Dos de mis canciones favoritas, que utilizo de alabanza, son el salmo 26, El Señor es mi luz y mi salvación, cantado por Juan Pablo II en español e italiano, y el Veni Creator en latín.

 
Un santo o personaje que te inspire.

La Madre Teresa, no por su trabajo con los pobres, que fue el carisma que Dios le inspiró, sino por la humildad con la que se presentó ante el mundo. Juan Pablo II, con quien tuve la suerte de estar en una misa en la nunciatura de México, porque mi esposo trabajaba allí y, en un momento muy malo de salud, hubo un diálogo de amor entre él y yo, que guardaré eternamente en mi corazón. Estás tocando un punto… soy fan de los santos (risas). Santa Teresa del Niño Jesús, la infancia espiritual. Hay un libro que trata sobre ella, donde se habla que tenía problemas afectivos por la muerte de su madre tan temprana y cómo la sanó la gracia de Dios. Hay también una niñita italiana Chiara (Badano) que beatificaron. Bellísimo su testimonio, sufrió leucemia y lo vivió heroicamente.

 
Una fecha importante en tu vida.

El 24 de diciembre, porque mi Niño Jesús nace y lo arrullo. Le cantamos una canción, muy bonita de Venezuela, que dice «Niño lindo ante ti me rindo». Y el día de mi cumpleaños. ¡Te fallé en tu regla, porque me dijiste una! Nací el día que la Iglesia celebra la festividad de la Virgen, el 8 de septiembre. Me encanta mi cumpleaños por eso, no porque se celebre o reciba regalos. Me recuerda la responsabilidad y la misión que Dios me ha dado, con la que tengo que vivir. Y, obviamente, porque digo ¡un año más de milagro! Otro año que estoy en este mundo. Gracias Señor.