Arrogancia

Fotografía: kate_dave_hugh (Flickr)

Este salmo es la súplica de un fiel que se halla sometido y vejado por la arrogancia de los malvados que buscan su perdición. El salmista nos dice que su maldad proviene de su falta de temor de Dios. Ante su situación dramática, nuestro hombre se refugia en el Dios de su salvación: «¡Oh Dios, sálvame por tu nombre! ¡Por tu poder hazme justicia! Los soberbios se levantan contra mí y los violentos me persiguen a muerte: no tienen presente a Dios».

La arrogancia del hombre ya viene explicitada en no pocos textos bíblicos. Veamos, por ejemplo, este de Isaías: «Tú que habías dicho en tu corazón: al cielo voy a subir, por encima de las estrellas de Dios alzaré mi trono…, subiré a las alturas del nublado, me asemejaré al Altísimo» (Is 14,12-13). Esta tentación es la que nos alcanza a todos continuamente. Queremos ser como Dios porque no aceptamos que nadie marque nuestra vida. Somos celosos de nuestra autonomía… por lo que, Dios en su sitio y nosotros en el nuestro. Nuestra relación con Él en lo que se refiere a prácticas religiosas, eso ya es otra cosa, pues lo primero es nuestra autonomía incluso moral.

Teorías todas ellas bastante justificables si no fuera por un dato. Resulta que el hombre no tiene la vida en y por sí mismo, por lo que nunca podrá ser totalmente autónomo en sus proyecciones. La muerte, los acontecimientos imprevisibles, pero que se dan, y la voraz competencia, que es ley de vida entre nosotros, están fuera del alcance de su dominio.

Volvemos al hombre fiel del salmo y vemos en él a Jesucristo. Él se somete voluntariamente a nuestra arrogancia. Se hizo el último de todos y se sujetó hasta la muerte y muerte de cruz, como nos dice el apóstol Pablo en la Carta a los filipenses (Flp 2,6-8).

El Hijo de Dios, en su actitud de cordero manso, vence la prepotencia y la arrogancia del mundo y a su príncipe, quien, como escuchamos en la Carta a los hebreos, tiene esclavizado al hombre por su miedo al fracaso y a la muerte. «Por tanto, así como los hijos participan de la carne y de la sangre, así también Jesús participó de las mismas, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a la esclavitud» (Heb 2,14-15).

Jesús, que ha vencido al autor del mal bajo la figura de Cordero manso, tiene autoridad para enviar a los apóstoles con este mismo espíritu de humildad y mansedumbre: «Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos…, os entregarán a los tribunales y os azotarán en la sinagogas; y, por mi causa, seréis llevados ante gobernadores y reyes para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles» (Mt 10,16-18).

Jesús, el cordero de Dios que quita la arrogancia del mundo, envía así a los apóstoles, a la Iglesia y, junto con el envío, les da la garantía de la victoria. «Y no temáis a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma… Por todo aquel que se declare por mí (el testimonio de la evangelización) ante los hombres, yo también me clararé por él ante mi Padre» (Mt 10,28-32).

María es imagen de la Iglesia y de cada discípulo. En su fidelidad a causa de traer al Hijo de Dios al mundo, le son profetizados los sufrimientos propios del alma sujeta a los arrogantes. Por eso, cuando juntamente con su esposo José, presenta al Niño en el Templo, el anciano Simeón, lleno de Espíritu Santo, le dijo: «Una espada te atravesará el alma» (Lc 2,33).

El apóstol Pedro se considera con autoridad para pastorear a la Iglesia. Es pastor de pastores, por lo que exhorta a los presbíteros que Dios ha suscitado para la evangelización. La validez de la exhortación se fundamenta en su ser testigo y partícipe de los sufrimientos de Cristo. Por el hecho de participar de la humillación del Hijo de Dios, sabe que también va a compartir su gloria. «A los presbíteros que están entre vosotros les exhorto yo, presbítero como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse» (1Pe 5,1).

Volvemos a María de Nazaret, y la vemos fiel a pesar de que las humillaciones de su Hijo cayeron también sobre ella. Su fortaleza, que venía del Espíritu Santo, la llevó a estar de pie junto a la Cruz, desde donde su propio Hijo ya inició su glorificación dándola el título de Madre de la Iglesia…, es decir, Madre de cada discípulo. «Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Luego dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,26-27).