Oración

Fotografía: Maciej Biłas (Flickr)

1. Toda belleza que es susceptible de ser descrita lleva implícita en sí su propia limitación. Es por ello que el espíritu del hombre se eleva sediento hacia la belleza indescriptible, la real, la que necesita el espacio infinito para manifestarse. Estamos hablando de la belleza de Dios.

2. Cuando todo lo que tengo entre mis manos ya no importa, cuando ya se llega a la conclusión de que lo único que tiene valor es si estamos viviendo ante Ti o ante Nadie, es entonces cuando empiezan a sonar melodiosamente los acordes de la libertad.

3. Cuando un hombre es consciente –aun sumido en su estupor- de que está hablando con Dios, todo lo que es y ha sido queda relativizado, todo menos este su hablar con Dios. Puede ser que esta experiencia sea solamente unos instantes. No importa. Este hombre ya ha estado suspendido entre la Eternidad y el tiempo.

4. Discípulo es aquel que da al Señor Jesús la libertad para que eche mano de su fantasía a fin de poder hacer su obra en él. Y es que todo amor que se precie, y mucho más si estamos hablando del amor de Dios, debe tener su toque de fantasía.

5. ¡Bendita locura la de la fe! Sólo ella es capaz de deshilachar las ataduras a las que el escepticismo pretende sujetarnos. Es cierto que esta locura nos puede dejar a medio camino en nuestro deseo de alcanzar la Presencia; mas también es la gran apuesta del hombre para alcanzar certezas.

6. Todo hombre ha nacido con alas en el alma para volar hacia Dios; de ahí la necesitad de la predicación del Evangelio. En él aprendemos a despegarnos hacia lo alto. Él nos da ojos para descubrir las alas que nos impulsan hacia Dios.

7. Dicen los santos Padres de la Iglesia que los hombres hemos sido creados para amar y para ser amados, y que esta experiencia alcanza su plenitud en nuestro encuentro con Dios. A este respecto, Paul Jeremie dice lo siguiente: “Amar y ser amado con tal fuerza que la ternura rompa en temblores”.

8. Evangelio y predicación: he ahí el binomio inseparable. Sólo la vinculación al Evangelio libra al predicador de hablar de sí mismo y de sus cosas. Recordemos lo que dice san Agustín: “Quien no se aplica a escuchar en su interior la Palabra de Dios será hallado vacío en su predicación externa”.

9. ¡Cuándo tendremos la suficiente confianza para atravesar con Jesucristo el mar de nuestra vida hacia la orilla donde está nuestro Padre! Es una confianza sostenida por la sabiduría y la sensatez; me refiero a tomar conciencia de que, en esta parte de la orilla, tarde o temprano la falta de novedad sofoca la propia existencia.

10. Cuando una persona cae en la cuenta de que su corazón, con todo lo que él comporta en proyecciones, está inacabado, es porque ha sido visitado por la gracia. Ha recibido como una llamada de atención, un soplo que hace chispear su mecha humeante. Ha sido visitado por Dios; y, atención… Dios tiene su forma de visitar a cada uno.

11. La medida de nuestra alma, la medida en que ésta alcanza la plenitud de su alegría y gozo, no es otra que la de la Voz. Testigo de esto es Jeremías que, al encontrarse con la Palabra, nos dice que “la devoraba”. Testifica también que ello constituía el gozo y la alegría de su corazón.

12. Nada rehabilita tanto al hombre caído –lo somos todos- como el Amor creador. El que recibió Pedro cuando Jesús, por tres veces, le preguntó después de sus negaciones: “¿me amas?” Al responder el apóstol afirmativamente, puso en sus manos el tesoro adquirido por su sangre derramada. Le dijo: Apacienta “mis” ovejas. Fueron rescatadas al precio de mi sangre: te las confío. Este es el Amor creador.

13. Precioso el testimonio de Paul Jeremie: “Te amo, Dios mío, todo lo que hay en mí es alma apasionada, hambrienta de un amor siempre nuevo y exclusivo: el tuyo; por eso voy detrás de él, porque pertenece a otra dimensión afectiva”.

14. Cuando la Palabra alcanza a ser Presencia, el alma conoce el estar de Dios en su ser. Es un estar que no pasa desapercibido; más aún, se tiene conciencia de su realismo y consistencia, bien sea en su dimensión silenciosa, como en la clamorosa que puede llegar a ser atronadora. No importa la dimensión, lo importante es que el alma se sabe habitada.

15. Hacemos nuestro este pensamiento de san Cirilo de Alejandría: “Jesucristo se ha formado en nosotros de una manera inefable; no como una criatura superpuesta a otra sino como Dios en la naturaleza creada, transformando por el Espíritu Santo la creación, la nuestra, es decir, a nosotros mismos en su imagen, elevándola a una dignidad sobrenatural”.

16. Todos nos conocemos a nosotros mismos, tanto que nos da vergüenza escarbar ciertas realidades de nuestra historia. Por eso lo increíble, lo que es realmente increíble, es que Dios quiera establecer y mantener una relación de amor con todo hombre. Es como si pasara de lo que a nosotros nos avergüenza.

17. La muerte tiene algo, o bien, mucho, de indiscreta. Digo esto porque el secreto tan celosamente guardado por Dios, el de su relación íntima con sus amigos, deja de ser tal cuando su vida alcanza su ocaso. Es a partir de la muerte cuando lo oculto se pone al descubierto: se acabó la discreción. Con la muerte Dios se entrega totalmente a los suyos.

18. Cuanto más intensa, e incluso lacerante, es la soledad del alma que busca a Dios, más luminoso y explosivo se hace el Encuentro. Soledad y comunión -aparentemente una al confín de la otra- van, a veces sin saberlo, de la mano; y juntas crean el espacio donde el hombre experimenta a Dios.

19. Nunca el hombre imaginó dominar en tanta profundidad todas las tecnologías. Somos capaces de descifrar hasta los puntos más recónditos del espacio. Aun así, y reconociendo su valor e importancia, ¿de qué nos sirve el dominio de tantas cosas y tecnologías si no sabemos leer a Dios?

20. Aunque parezca una barbaridad, me atrevo a decir que el hombre es verdaderamente grande cuando alcanza a hacer lo que realmente hace Dios: crear. El hombre lo hace cuando desentraña el Misterio oculto en la Palabra y lo anuncia. Sólo que hay un problema, ¿nos creemos realmente esto?