«Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros. Y, levantándose, partió hacia su padre. Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente.» (Lc 15, 18-20)
Yo te ofrezco
Yo te ofrezco, Señor, salir cada día con la voluntad llena de vivir la vida, como la viviste Tú cuando viniste a este mundo.
Yo te ofrezco desear, con el corazón encendido, que lo que siembras con tu Palabra en mi alma, me acompañe en el camino y me haga parecerme a Ti.
Yo te ofrezco quererlo, anhelarlo, buscarlo.
Pero al atardecer, de regreso a casa, mis manos llegan cargadas de tristeza porque el día termina con un “Perdón, Señor, por no haber respondido a tu llamada”.
Yo te ofrezco, Señor, mi corazón que quiere pero no puede amar como quisiera.
Un corazón que se resiste tantas veces a mirarte y escucharte, y recorre su propio camino.
Al menos Señor te pido que mañana, otro día, acompañes de nuevo mi debilidad.
Te pido que no te canses, que me esperes y que cuentes con mi deseo de parecerme cada vez un poco más a Ti.
«Abre, Señor, mis labios, y publicará mi boca tu alabanza. Pues no te agrada el sacrificio, si ofrezco un holocausto no lo aceptas. El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias.» (Sl 51, 17-19)
«¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le descarría una de ellas, ¿no dejará en los montes las noventa y nueve, para ir en busca de la descarriada? Y si llega a encontrarla, os digo de verdad que tiene más alegría por ella que por las noventa y nueve no descarriadas. De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno solo de estos pequeños.» (Mt 18, 12-14)
En manos del Señor
En el cuenco de tus manos,
recogida, escondida, quiero estar
recogida por Ti de tanta fatiga inútil
de este mundo que nos abandona después de la batalla.
Allí, en el cuenco de tus manos, encontrar reposo
y sentir cómo soplas sobre mí tu aliento
para que, después de tomar aire
pueda caminar de nuevo por estos caminos que pones ante mí.
Caminar después de haber sentido y oído tus palabras
dirigidas a mí y solo a mí.
Nada puede pasar.
el camino espera y si mis rodillas se doblan,
allí estarás Tú, inclinándote y recogiéndome
en el cuenco de tus manos.
«Canción de las subidas. De David. No está inflado, Yahveh, mi corazón, ni mis ojos subidos. No he tomado un camino de grandezas ni de prodigios que me vienen anchos. No, mantengo mi alma en paz y silencio como niño destetado en el regazo de su madre. ¡Como niño destetado está mi alma en mí!» (Sl 131, 1-2)