Abraham y los ángeles

Abraham y los ángeles (Aert de Gelder)

Los once primeros capítulos del Génesis nos narran cómo después de la creación, a partir del pecado original, hay una degradación progresiva de la humanidad. Efectivamente vemos cómo después de la caída, Caín mata a Abel, símbolo de la enemistad entre pueblos.

Después vemos la historia del Diluvio que termina con la Alianza cósmica de Dios y vemos al final cómo el hombre se hace a sí mismo el único Dios, pretendiendo levantar una torre que llegue hasta el cielo.

Estos primeros capítulos del libro del Génesis nos sirven para preparar lo que podríamos llamar una intervención decisiva de Dios para la salvación del hombre. Cuando éste ha experimentado la más profunda destrucción surge de la boca de Dios una Palabra salvífica que cambia la historia. Esta Palabra se llama Abraham.

Abraham es el hombre que lleva en su seno toda la frustración que ha experimentado la humanidad. Y esta frustración se manifiesta en dos hechos concretos: en su ancianidad no tiene un hijo y no tiene una tierra.

En la sociedad primitiva en que vivía Abraham, el no tener un hijo significaba la maldición de los dioses, ya que en esta situación el hombre no puede proyectarse en el futuro. Su vida es una vida sin esperanza porque la muerte es el fin de todo. Tengamos en cuenta que Dios todavía no ha revelado el hecho de la resurrección del hombre y por eso la única posibilidad de sobrevivir es en su descendencia.

Segundo hecho. Abraham no tiene una tierra ya que es nómada y va de una parte a otra con sus rebaños buscando los mejores pastos y los mejores pozos. La tierra es símbolo del descanso, del reposo, de la prosperidad. La tierra significa un lugar donde el hombre pueda ser enterrado y recordado. Abraham carece de estos dos elementos que son el soporte de la realización de los hombres de su tiempo.

Imaginamos a Abraham de pueblo en pueblo haciendo sacrificios y presentando ofrendas en los distintos altares ante los dioses adorados del lugar. Nadie le da respuesta, nadie le saca de su frustración, ningún ídolo ante los que se inclina le resuelve el problema existencial que está viviendo.

En esta situación la Palabra de Dios desciende sobre Abraham y le dice: «Vete de tu tierra y de tu Patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré, engrandeceré tu nombre y sé tú una bendición» (Gen 12,1-2).

El apóstol Pablo, comentando esta llamada de Abraham, nos dice: «Abraham esperando contra toda esperanza creyó y fue hecho Padre de muchas naciones» (Rom 4,18). También nos dirá que Abraham fue justificado por la fe, es decir, por obedecer, porque en la Escritura creer significa obedecer, por eso, nos dice en Romanos 4,3: «Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia».

La justicia, en la Escritura, significa ajustarse a Dios como una pieza se ajusta a la otra, de forma que podríamos interpretar este texto de Pablo que la fe-obediencia de Abraham agradó tanto a Dios que le entregó justicia, es decir, la santidad o dicho con otras palabras, Abraham fue ajustado a Dios.

Abraham no es más ni menos que el hombre normal y corriente que vive entre nosotros y que somos nosotros mismos, que somos impotentes para tener un hijo: el Hijo de Dios viviendo en nuestras entrañas, que nos capacita para hacer sus obras. En consecuencia, al no experimentar en nuestro interior la vida nueva del hijo que es Jesucristo, tampoco encontramos una tierra que sea lugar de descanso y de reposo como fue la Tierra Prometida para el pueblo de Israel y como es la Iglesia para aquellos para los cuales Dios es el Único a quien hay que amar, escuchar y obedecer.