La torre de Babel

La torre de Babel (Pieter Brueghel el Viejo)

A partir de la caída de Adán y Eva se suceden en la humanidad unas situaciones progresivas de pecado que hacen que el hombre se convierta cada vez más en un ser extraño a Dios, su Creador. Así llegamos hasta el capítulo 11 del libro del Génesis que nos resume y nos narra, de una forma plástica, la situación del hombre que se levanta contra Dios.

Empieza este texto diciendo que «al desplazarse la humanidad desde Oriente hallaron una vega en el país de Sennar y allí se establecieron» (Gen 11,2).

Este desplazarse de la humanidad desde oriente revela el alejamiento del hombre de Dios ya que, el Oriente será siempre en la espiritualidad judía el lugar donde habita Dios y la tradición cristiana llamará a Jesucristo el Sol de Justicia, que nace del Oriente. Antes de ser enviado Elías a su misión profética es conducido por la Palabra de Yaveh al Oriente, lugar de la presencia de Dios, a ocultarse en el torrente de Kerti, imagen del futuro bautismo donde somos escondidos con Cristo en Dios: «sal de aquí, dirígete hacia oriente y escóndete en el torrente de Kerit que está al Este del Jordán» (1 Rey 17,3).

Volviendo a nuestro texto del Génesis 11, veremos que la vega del país de Senaar donde se establecen los hombres aquí referidos nos recuerda la vega a la cual fue llevado Ezequiel, donde tuvo la visión de Israel como un conjunto de huesos dispersos (Ez 37, 1-14).

El cronista nos pone estos símbolos alegóricos antes de contarnos el pecado de estos hombres: «Vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos» (Gen 11,4). Para construir esta ciudad los hombres fabricarán ladrillos y los cocerán al fuego que nos recuerda al pueblo de Israel, esclavo en Egipto, fabricando ladrillos para las construcciones del faraón.

Esta actitud de construir una torre con la cual el hombre puede alcanzar a Dios es un deseo innato que lo irá encauzando por medio de su religiosidad natural. Dios va a cumplir esta aspiración del hombre plantando en la tierra, no una torre sino una cruz que se eleve hasta los cielos, donde el hombre no por religiosidad natural, sino por fe pueda alcanzar a Dios, por eso los primeros cristianos cantaban en sus asambleas un himno maravilloso a la Cruz Gloriosa que decía: Columna de la Tierra, tu cima toca el cielo y en tus brazos abiertos brilla el Amor de Dios».

Continúa el texto diciéndonos que viendo Yaveh la obra del corazón del hombre y viendo sobre todo la imposibilidad de los esfuerzos del hombre por alcanzar el cielo los dispersó. No los dispersó para castigarlos sino para enseñarlos, porque una vez que el corazón del hombre ha quedado pervertido no hay lugar para la fe, es decir, el rostro de Dios queda oculto para el hombre y todos los intentos que haga el hombre para alcanzar el cielo serán vanos; no serán sino proyecciones sublimadas de su propia perversidad. Por eso Dios tiene que intervenir confundiendo su lenguaje, dispersándolos para que dejen de construir la ciudad (Gen 11,7-8).

Lo que a primera vista nos parece un castigo de Dios, una explosión de su ira no es sino un acto de su infinita sabiduría y su inmensa misericordia, porque Dios no quiere que el hombre sea necio; no quiere su alienación y mucho menos su alienación religiosa.

Él mismo va a establecer un puente donde sea posible el diálogo con el hombre, Él mismo enviará a su hijo Jesucristo, el único que puede edificar esta torre que llega hasta el cielo, el único que puede establecer diálogo con el Padre sin ninguna sospecha de perversidad y el único en el cual todos los hombres dispersos por el pecado serán reunidos, por eso nos dirá Juan en su Evangelio que «Jesucristo vino para reunir en uno a los Hijos de Dios que estaban dispersos» y el mismo Juan nos dirá en 17,4: «Padre santo cuida en tu nombre a los que me has dado para que sean uno como nosotros». Y en el mismo capítulo, versículo 21 encontramos: «para que todos sean uno, como Tú, Padre en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros».

En definitiva Jesús es el auténtico constructor de la Torre (la Cruz) que da la unidad a los hombres. El único lugar donde el hombre puede dialogar con Dios sin engañarse a sí mismo, sin caer en la trampa del legalismo. El único lugar donde el hombre puede adorar a Dios en espíritu y verdad; así explica Jesús a la samaritana cómo debe ser la relación con Dios: «Dios es espíritu y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad» (Jn 4,24). Por eso la medida de la fidelidad de la Iglesia es la medida del anuncio y predicación de la Cruz.