Los diez mandamientos

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Yo soy vuestra fortaleza

En el recinto sacro no puede entrar ni siquiera Moisés, el amigo de Dios. Lo vemos en el pasaje de la zarza que ardía sin consumirse: «Cuando vio Yavé, que Moisés se acercaba para mirar, le llamó de en medio de la zarza, diciendo: “¡Moisés, Moisés!”. Él respondió: “Heme aquí”. Le dijo: “No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada”» (Éx 3,4-5).

A Moisés no le llamó la atención que ardiese un matorral en el desierto, pero sí le extrañó que no se consumiera. La zarza improductiva es la imagen del ser humano, y el fuego es Dios que, cuando entra en el corazón de un hombre, no le aniquila ni abate su personalidad: conserva su identidad junto a la de Dios en una comunión profunda. Ni el fuego se extingue ni la zarza se consume.

Moisés, quien es considerado promulgador de la Ley en preparación a la venida del Mesías, no puede entrar en el recinto sagrado. Como ya hemos visto, abrir la puerta de este recinto le corresponde al Hombre-Dios, Jesucristo. Será Él la misma puerta abierta que levantará a la humanidad de la necedad y la impureza en que está postrada y de las que no puede ser rescatada por la Ley de Moisés. Como dice el profeta Isaías, tal necedad e impureza nos impiden entrar en este terreno sagrado: «Habrá allí una senda y un camino, vía sacra se la llamará; no pasará el impuro por ella, ni los necios por ella vagarán» (Is 35,8).

Impuros y necios son términos marcadamente bíblicos. La impureza hace relación a la lepra que desmorona al hombre y lo margina de entre sus hermanos. En cuanto a los necios, podemos recordar a las vírgenes necias que prepararon con gran boato y ostentación la mejor lámpara del mercado, pero no pudieron encenderla por carecer de aceite. Es la falsa perfección de las obras de la ley que no llevan consigo la luz, «obras de la ley» que nos hacen dioses a nosotros mismos.

Veamos la razón por la que fueron engañados Adán y Eva: «Se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (Gén 3,5). Todos nosotros hemos caído en la misma seducción, nos hemos sentido únicos autores de nuestra vida, incluso hemos llegado a creer que la teníamos en nuestras manos en una dirección maravillosa. Parecía que todo iba bien hasta que circunstancias y acontecimientos, que no tienen por qué ser extraordinarios, desmoronaron tantos ideales y proyectos a los que neciamente les habíamos puesto el sello de perennidad. Entonces nos sentimos como en un desierto, débiles, intranquilos y desolados.

Dios siempre viene en nuestra ayuda. El profeta Isaías, iluminado por el Espíritu Santo, nos da una palabra de esperanza en estas situaciones concretas, anunciándonos a Dios como vengador de todos los engaños y seducciones en los que hemos creído. Son palabras del profeta animando al pueblo, porque Dios se ha apiadado del nuevo desierto que está viviendo a causa del destierro. «Fortaleced las manos débiles, afianzad las rodillas vacilantes. Decid a los de corazón intranquilo: ¡Ánimo, no temáis! Mirad que vuestro Dios viene vengador; es la recompensa de Dios, él vendrá y os salvará» (Is 35,3-4).

Dios se compadece al ver nuestras rodillas vacilantes, nuestro encorvamiento y nuestra necedad. En su inmensa misericordia y por pura iniciativa suya, como nos indica Pablo, nos ofrece la abundancia de su Evangelio para que nuestras manos y rodillas sean fortalecidas, nuestra fe robustecida, pudiendo así vivir en el mundo como hijos de la luz, es decir, con la cabeza erguida.

El Evangelio, sello de Dios, nos fue regalado por Jesucristo desde la herida abierta de su costado. Los Santos Padres sitúan la efusión del Espíritu Santo en este manantial que surgió del corazón del Hijo de Dios: agua y sangre brotaron desde su costado abierto y llenó la tierra de su gloria. En el misterio de la muerte de Dios, el velo del Templo se rasgó de arriba abajo: Desde lo alto, Dios se abrió hacia el hombre para darle vida en abundancia.

La Ley nunca nos dice que encontraremos la vida. Por eso siempre aparecen dudas y miedos muy serios, y no digamos ya escrúpulos, con respecto a la muerte y al juicio final. Quien ha visto el rostro de Dios en su Palabra no teme ningún juicio por parte de Dios. Las tinieblas de su corazón y de su espíritu han sido juzgadas y expulsadas por la luz del Evangelio. Además, el juicio que Dios hace de todos nuestros pecados cuando nos dejamos interpelar por la Palabra hasta lo más profundo de nuestro ser, es el siguiente: «Padre, perdónales; no sabían lo que hacían porque no conocían que estabas vivo en la Palabra, no podían jugarse la vida para llegarse hasta ti».

El Evangelio es la abundancia de nuestra salvación. Él contiene en profundidad el conocimiento e intimidad con Dios. Y, desde el recinto sacro, conquistado por Dios mismo dentro de una tierra con el estigma de la impiedad, nos dice el Mesías: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6).

Camino, recinto sacro, vía sacra son la misma realidad. Es el trayecto de Jerusalén al Calvario, de espaldas a un pueblo que quería encumbrar al Mesías como rey temporal. Cargó con toda la debilidad de un hombre expulsado, con la angustia de la piedra angular rechazada. Salvó a la humanidad apoyando su debilidad en la palabra del Padre, que es también nuestra Palabra. Este es el gran misterio y la gran alegría del Evangelio: Por eso se llama Buena Noticia.

Por esta vía sacra continúa el profeta: «Serán alumbradas en el desierto aguas, y torrentes en la estepa, se trocará la tierra abrasada en estanque, y el país árido en manantial de aguas. En la guarida donde moran los chacales verdearán la caña y el papiro» (Is 35,6-7). Todo es un vergel, florece la vida del hombre no con frutos perecederos sino eternos, como los árboles que, junto al río de Dios, dan fruto doce veces al año (Ap 22,2), es decir, siempre, en todo tiempo y por misericordia de Dios.

 

Somos hijos y herederos

En la vida que nos dieron nuestros padres, ya desde los primeros meses, el cuidado y afecto maternal y paternal que hemos recibido de ellos hizo que las primeras palabras que salieron de nuestra boca fueran papá y mamá. Eran palabras que nos brotaban de nuestras entrañas. Las aprendíamos porque las oíamos, sobre todo por la intensidad afectiva con que las oíamos: en brazos de nuestros padres, estrechados y arropados al calor de su amor. Conforme íbamos creciendo, nos dábamos cuenta de más realidades: su preocupación, su ayuda, sus regalos en momentos oportunos, sus desvelos en la enfermedad… Viviendo bajo una experiencia así, nos sale de forma natural el amor a nuestros padres. Nadie nos obligó a amarlos, nadie nos extendió un documento o un decreto por el cual debíamos de llamarles padres. Nuestros gestos de amor hacia ellos, que empiezan por balbucir sus nombres, nos nacían de la profundidad de nuestro ser al sentir cómo se desvivían por nosotros.

Por la misma razón, de nuestro espíritu emerge hacia Dios una intimidad desbordante cuando llegamos a ser conscientes de la sabiduría que nos ha dado y que aboca en un situarnos cara a cara con Él, como Moisés (Éx 33,11). Es bueno aclarar lo siguiente: No es lo mismo decir que Dios es nuestro Padre porque se nos ha enseñado en las lecciones del catecismo, que decirlo como fruto de una experiencia íntima y gozosa de su paternidad. Es entonces cuando el Espíritu Santo, que va actuando en nuestra alma con sus dones, hace nacer dentro de nosotros el afecto filial hacia Dios, provocando que le podamos llamar Padre con la confianza filial de Jesucristo, e incluso con el término que Él mismo usaba: Papá, que esto es lo que en arameo significa «Abba». «En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Rom 8,14-15).

No es un documento, no es un acta jurídica, es un testimonio que el mismo Espíritu de Dios graba en nuestro espíritu. Es así como nacemos a nuestro ser creyente, a nuestro ser cristiano, a nuestro ser discípulo. Dios graba en nosotros los mismos gestos de Jesús, sus mismos actos de amor y misericordia para con todos los hombres. Y, puesto que vivimos la misión de Jesús con sus mismos gestos, amor y misericordia, somos coherederos con Él de la herencia del Padre: «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados» (Rom 8,16-17).

Jesucristo ha dado su vida para nuestro rescate. Ya hemos visto que murió para trasladarnos al recinto sacro donde podemos contemplar y, por lo tanto, poseer la gloria de Dios. La misma gloria cuya contemplación le fue vedada a Moisés (Éx 33,18-20). Era necesario que la gloria de Dios descendiera hasta nosotros en la carne de Jesús, quien, antes de volver al Padre, la dejó impresa en la Palabra. Por eso, a partir de Jesucristo, toda la Escritura está llena de la gloria de Dios.

Cuando entramos en la Palabra, tenemos que poner en nuestra boca la súplica de Moisés: «¡Señor, déjame ver tu gloria!», la gloria que subyace en tal salmo o tal texto. El Evangelio es una invitación, una puerta abierta para poder contemplar todos los días la gloria de Dios. Esta es la vida en abundancia que el Buen Pastor ofrece a sus ovejas. El que contempla el rostro de Dios y su gloria en la Palabra, no necesita inventar excusas para autoconvencerse de que no tiene tiempo para orar. Simplemente, no puede permitirse el lujo de privarse de su experiencia gozosa que le supone contemplar el rostro de Dios.

Dice Jesucristo: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ese es el que me ama, y el que me ame, será amado de mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él» (Jn 14,21). El término «mandamiento» en este texto de Juan, hace referencia al Evangelio, es decir, a las palabras que han salido de la boca de Jesús. Hemos pues de entender correctamente lo que dice el texto y lo hemos de entender así: «El que tiene mi Evangelio y lo guarda», lo tiene y lo guarda como un tesoro; este es el que realmente ama a Dios. Y por ese amor, Dios se le manifestará, se hará visible a sus ojos, audible a sus oídos, cálido e íntimo en sus afectos y en todo su ser.