«Pero el asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo hace presa en ellas y las dispersa, porque es asalariado no le importan nada las ovejas. Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí» (Jn 10,12-14).
Habíamos visto cómo Jesús decía que Él era el Buen Pastor que da su vida por las ovejas. En contraposición, vemos ahora que el asalariado no es buen pastor porque las ovejas no le pertenecen y, por lo tanto, no le importan. Esta despreocupación por las ovejas lleva al asalariado a huir cuando se acerca el lobo, es decir, la prueba, y las abandona ante las dificultades en detrimento del rebaño.
No le importan las ovejas porque no son suyas. Lo que le ha llevado a ponerse cerca del rebaño es el salario que recibe por su trabajo. Por eso es llamado asalariado. Y cuando una persona quiere actuar como pastor, catequizando y evangelizando a cambio de un salario que también puede ser el poder, la fama, el honor, etc., las ovejas no le pertenecen: «No podéis servir a dos señores; no podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24). Por eso ante la prueba o el desaliento, huye, como lo hicieron también los apóstoles ante el misterio de la cruz.
¿Por qué huyeron estos después de tres años junto a Jesús escuchando su Palabra? Lo leemos en el evangelio de san Mateo en el que Jesucristo dice: «Todos vosotros vais a escandalizaros de mí esta noche, porque está escrito, heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño» (Mt 26,31). Ya hemos visto que el término escándalo en la Escritura significa «piedra de tropiezo». Y esto fue para los apóstoles el drama de la cruz. Primero por la misma muerte de Jesús, ya que no entendían que Dios permitiera que matasen al Mesías; y también por ellos mismos, porque tampoco entraba en su cabeza que a ellos, «que lo habían dejado todo», les ocurriera algo tan inaudito. Habían dejado todo por el reino que representaba Jesús y, de pronto, ven diluirse sus esperanzas, y quizá habría que decir con más propiedad, sus ambiciones.
Todos nos hemos escandalizado de Dios alguna vez, sea por el mal del mundo, desgracias naturales, etc. Pero cuando este mal nos alcanza de lleno a nosotros mismos, nos resulta realmente incomprensible, no encaja con nuestra religiosidad, con la idea neurótica de un Dios a nuestra conveniencia. Es entonces cuando el escándalo hace tambalear nuestra relación con Dios. Somos tan buenos que es inconcebible que Dios nos pague así.
Cuando somos conscientes de nuestros escándalos contra Dios, se abre un camino de conversión, un fijar nuestros ojos hacia el Dios real, no el de nuestra mente. Los apóstoles tuvieron que chocar con esta piedra de tropiezo para darse cuenta de que eran tan pecadores como los demás. Después que Pedro aseguró su fidelidad a Jesús hasta la muerte, los demás aseveraron y asumieron sus mismas palabras (Mt 26,33-35). Pero, al menos en parte, eran asalariados que seguían a Jesucristo no por amor a Dios, sino sobre todo, por lo que les podía proporcionar este seguimiento. Por eso, después de la traición de Judas, «los discípulos le abandonaron todos y huyeron» (Mt 26,56).
Tuyos somos, Señor
Israel sabe que pertenece a Dios, sabe que es un pueblo que Él se ha adquirido para su propiedad: «A vosotros os tomó Yavé y os sacó del horno de hierro, de Egipto, para que fueseis el pueblo de su heredad como lo sois hoy» (Dt 4,20). Esta conciencia de pertenencia a Yavé podía suponerse que era suficiente para no dejarse seducir por los falsos dioses, postrarse delante de ellos y rendirles culto. Sin embargo, cuando el camino propuesto por Yavé no es de su gusto, su confianza en Él se tambalea y vuelven sus ojos hacia los ídolos porque pueden manejarlos a su antojo. De hecho, levantan un becerro de oro en el desierto al que invocan y aclaman así: «Este es tu Dios, Israel, el que te ha sacado de la tierra de Egipto» (Éx 32,8).
Ante tan terrible desviación, Moisés intercede por el pueblo apelando directamente a su pertenencia a Dios: «Señor Yavé, no destruyas a tu pueblo, tu heredad, que tú rescataste con tu grandeza y que sacaste de Egipto con mano fuerte. Acuérdate de tus siervos Abrahán, Isaac y Jacob, y no tomes en cuenta la indocilidad de este pueblo, ni su maldad ni su pecado… Ellos son tu pueblo, tu heredad, aquellos a quienes tú sacaste con tu gran fuerza y tu tenso brazo» (Dt 9,26-29). Israel ha sido esclavizado por Egipto y Dios le ha liberado con brazo poderoso; ha abierto para ellos el mar Rojo a fin de escapar de sus perseguidores sabiendo que no son mejores que los demás pueblos, por eso tienen la experiencia de pertenecer a Yavé y de que Él es su pastor, su guardián y protector.
Esta es la base de la espiritualidad de Israel: Que pertenece a Dios. Y esta conciencia profunda es más fuerte que sus propios pecados; a pesar de ellos, no dejan de confiar en Él. Israel se sabe pecador, pero su confianza consiste precisamente en que Dios se preocupa de ellos porque es el pueblo que Él se adquirió en propiedad: «¡Feliz la nación cuyo Dios es Yavé, el pueblo que se escogió como heredad!» (Sal 33,12). Dios no abandona su rebaño por muy pecador que sea, porque las ovejas le importan y le pertenecen.
A veces, cuando encontramos trabas para desarrollar nuestras aspiraciones o se nos cruzan en la vida problemas dramáticos, podemos llegar a pensar: «¿De verdad que le importo a Dios?». Es confortador observar que todas las tentaciones que anidan en nuestro corazón las ha tenido también el pueblo de Israel, han quedado reflejadas en la Escritura; y que, desde ella, Dios responde tanto a Israel en su tiempo como ahora a todo hombre.
El profeta Isaías consuela al pueblo anunciando la reconstrucción de Jerusalén. Sin embargo, Israel, caído y postrado en el abatimiento, no se lo cree: «Dice Sión: Yavé me ha abandonado, el Señor me ha olvidado. ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque esas llegasen a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada» (Is 49,14-16). Las palmas de las manos en las que estamos tatuados, son lo primero que Jesucristo presenta a los apóstoles tras la resurrección. «Soy yo, mirad mis manos y mis pies». Las heridas de la pasión son como la firma notarial de nuestro rescate; son la prueba de que le pertenecemos y de que en el momento de la llegada del «lobo», su victoria sobre la muerte, sobre todo mal, es nuestra victoria. Él venció al mal por y para nosotros.
En las heridas de sus manos estamos tatuados y rescatados. Por eso leemos en la primera Carta del apóstol Pedro: «Él, que no cometió pecado, y en cuya boca no se halló engaño; él, que al ser insultado, no respondía con insultos, que al padecer, no amenazaba sino que se ponía en manos de Aquel que juzga con justicia… Él, con cuyas heridas habéis sido curados» (1Pe 2,22-24). Las heridas del Hijo de Dios son el aval de nuestro rescate. Así como para liberar a los esclavos se exigía un documento que tuviera valor judicial con firma y sello, las llagas de las palmas son nuestro documento, la prueba de nuestra liberación, de nuestra pertenencia a Dios.
El salmo 74, en el mismo contexto, insiste en este amor incomprensible de Dios: Israel pertenece a Yavé porque ha sido rescatado por Él. Ante la esperanza del destierro y la ruina del Templo, clama a Dios diciendo: «¿Por qué has de rechazar, oh Dios, por siempre, por qué humear de cólera contra el rebaño de tu pasto? Acuérdate de la comunidad que de antiguo adquiriste, la que tú rescataste, tribu de tu heredad, y del monte Sión donde pusiste tu morada. Guía tus pasos a estas ruinas sin fin» (Sal 74,1-3).
Si Israel, con la conciencia que tiene de ser pecador, no puede borrar su sentido de pertenencia a Dios, ¡cuánto más fuerte ha de ser esta vivencia para nosotros, que somos testigos de nuestro rescate! «Habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla: Cristo» (1Pe 1,18-19). Nuestra experiencia es mucho más fuerte porque, si Dios sacó de la esclavitud a un pueblo concreto con tenso brazo, con su sangre adquirió a toda la humanidad. Es una confianza mucho más vinculante y esperanzadora porque es una experiencia que cada hombre puede personalizar. Nuestros pecados han sido lavados con la sangre del Cordero y, al ser rescatados, se nos ha conferido el título de que somos propiedad de Dios. Esta es la base de nuestra experiencia de fe. Aunque nos parezca incomprensible, sí importamos a Dios.
Heme aquí, Padre
Los acontecimientos del Antiguo Testamento son una preparación para la nueva y definitiva liberación del hombre por la sangre de Jesucristo. En la Carta que Pablo escribió a los romanos, leemos: «Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, justicia de Dios por la fe en Jesucristo, para todos los que creen… Justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada por Cristo Jesús, a quien exhibió Dios, como instrumento de propiciación por su propia sangre» (Rom 3,21-25). San Jerónimo, Padre de la Iglesia, dice que creer en Jesucristo es creer en el Evangelio, el cual nos gesta y nos capacita para hacer la voluntad de Dios. El Evangelio actúa, pues, en nosotros como «mano de alfarero» (Is 64,7).
La palabra clave del texto de la Carta a los romanos anteriormente citado, es «propiciación». La Escritura nos ha dejado constancia de cómo Yavé mandó a Moisés construir sobre el Arca de la Alianza una tapa cubierta de oro macizo a la que se llamó propiciatorio: «Pondrás el propiciatorio encima del arca; y pondrás dentro del arca el Testimonio que yo te daré. Allí me encontraré contigo» (Éx 25,21-22).
Propiciación, en la ley mosaica, es una acción grata a Dios con la que se intentaba aplacar su ira y moverle a piedad y misericordia para que fuera favorable y benigno al pueblo. Sobre el propiciatorio del arca se rociaba la sangre del sacrificio el día de la expiación del pecado o Yon Kippur: «Después inmolará el macho cabrío como sacrificio por el pecado del pueblo y llevará su sangre detrás del velo, haciendo con su sangre lo que hizo con la sangre del novillo: rociará el propiciatorio y su parte anterior. Así purificará el santuario de las impurezas de los israelitas y de sus rebeldías en todos sus pecados» (Lev 16,15-16). Esta expiación de los pecados que Israel hacía una vez al año de forma externa y simbólica, fue llevada a su plenitud por Jesucristo en el Calvario. Así, la cruz se convierte en el propiciatorio que existía en el Templo, y Jesús es el instrumento de propiciación: «Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1Jn 2,1-2).
Por Jesucristo, los hombres somos ovejas agradables a Dios. La redención es universal. El Hijo de Dios nos ha rescatado entregándose Él mismo como víctima de propiciación por los pecados del mundo entero y de una vez para siempre en el misterio de la cruz: «Y penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna» (Heb 9,12). Esta experiencia de rescate total y definitivo es tan fuerte que la vemos plasmada en los primeros textos de la Iglesia primitiva, como lo vemos también en este de la Carta a los efesios: «En Él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el misterio de su voluntad» (Ef 1,7-9). La voluntad de Dios es rescatar al hombre por medio de su Hijo. Sacrificar en el propiciatorio del Templo un cordero, un novillo o un macho cabrío, no salvaba a nadie. Todo esto quedaba como símbolo, como ritual, pero la querencia del hombre a la infidelidad permanecía igual.
En la oración litúrgica de Israel encontramos esta invocación: «Ni sacrificio ni oblación querías, pero me has abierto el oído; no pedías holocaustos ni víctimas, dije entonces: heme aquí, que vengo. Se me ha prescrito en el rollo del libro hacer tu voluntad» (Sal 40,7-9). El salmista está anunciando a Jesucristo como el Buen Pastor que no huye ante la prueba como lo hacen los asalariados. Ante el misterio de la cruz, el Hijo de Dios dice: «Heme aquí».
Continúa el salmo diciendo: «¡Oh Dios mío, en tu ley me complazco en el fondo de mi ser. He publicado la justicia en la gran asamblea; mira, no he contenido mis labios, tú lo sabes, Yavé» (Sal 40,9-10). Si nos fijamos bien en el texto, podemos preguntarnos dónde estaba esa «gran asamblea» cuando Jesucristo agonizaba en la cruz. Allí no había casi nadie que creyera en Él. Los «espectadores» le insistían para que su Padre-Dios hiciera el milagro de bajarle de la cruz. La gran asamblea, sin embargo, es la que Jesucristo vio a través del tiempo y del espacio: recorrió en un instante toda la historia y vislumbró los millones de personas que, de todos los puntos de la tierra, acogerían su santo Evangelio.
El ofrecimiento de Jesús ante su muerte, profetizado en el salmo, lo vemos cumplido en el momento de su prendimiento en el Huerto de los Olivos: «Cuando les dijo: “Yo soy”, retrocedieron y cayeron en tierra. Les preguntó de nuevo: “¿A quién buscáis?”. Le contestaron: “A Jesús el Nazareno”. Respondió Jesús: “Ya os he dicho que yo soy”; así que si me buscáis a mí, dejad marchar a estos”» (Jn 18,6-8). No es la sangre de los discípulos la que va a rescatar al mundo, es la del Hijo de Dios la que va a ser ofrecida para el sacrificio de propiciación que salva a la humanidad.
Dios, en su Hijo, nos ha comprado y rescatado: le pertenecemos y le importamos, y no huye ante el mal que se cierne sobre nosotros para arrebatarnos la vida: «Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado» (Jn 14,30-31). Vemos al Hijo de Dios en el cumplimiento profundo del Shemá: Ama al Padre con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas. Y, ante la perspectiva de su muerte, puesto que hace lo que el Padre desea, esto es, que toda la humanidad se salve, la acepta, amando así también al hombre con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas. Este es el culmen de todos los mandamientos: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo.
Jesucristo se pone entre sus ovejas y el lobo que representa el mal, para que este no exhale su veneno de muerte. Y, aunque caigamos en la tentación, nuestra mirada está fija en nuestro Pastor, de forma que nuestros pecados y errores no lleguen a desviarnos de la voluntad de Dios. El Buen Pastor es al mismo tiempo protector, defensor y guardián como así nos dice el apóstol Pedro: «Erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al pastor y guardián de vuestras almas» (1Pe 2-25).