
Fotografía: Shenghung Lin (Flickr)
Cuenta el cronista del libro del Génesis que Dios quiso coronar su obra con la creación del hombre. Por eso dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra» (Gen 1,26). Y el libro de la Sabiduría haciéndose eco de la obra maestra de Dios nos dice: «Porque Dios creó al hombre para la incorruptibilidad, le hizo imagen de su misma naturaleza» (Sb 2,23).
Por medio de estas palabras de la Escritura entendemos que Dios ha creado al hombre en una dimensión de Amor que es la Palabra con que Dios se define a Sí mismo en las Escrituras. Un Amor que desconoce todo tipo de barrera, cualquier tipo de exclusión y que es, sobre todo, entrega total al otro que se interpone ante ti. Este tipo de Amor es la Vida Eterna y es el proyecto que Dios tuvo y tiene para el hombre.
Para que este Amor tuviese una realización práctica, Dios hace vivir al hombre en una dimensión comunitaria; por eso dijo Dios: «No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda adecuada» (Gen 2,18). Si Dios es comunidad de tres personas y la relación de estas tres personas está basada en el Amor, proyecta para el hombre una vida comunitaria para que se haga visible aquí en la tierra la potencia del Amor de Dios ya que «a Dios nadie le ha visto jamás» (Jn 1,18). La forma, de cómo Dios culmina la creación del hombre dándole una ayuda adecuada que le permita hacer visible y sacramental el Amor comunitario, viene expresada en el libro del Génesis con una riqueza simbólica y espiritual impresionantes que sólo el hombre iluminado por el Espíritu Santo puede discernir. «Entonces Yaveh hizo caer un profundo sueño sobre el hombre el cual se durmió. Y le quitó una de las costillas rellenando el vacío con carne. De la costilla que Yaveh Dios había tomado del hombre, formó una mujer y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó: ‘Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne'» (Gen 2,21-23).
En estas palabras han visto los Santos Padres el nacimiento de la Iglesia del costado de Jesucristo, pues así como Adán fue sumido en un profundo sueño, también Jesucristo, elevado en la Cruz, fue sumido en el sueño de la muerte. De la misma forma que del costado de Adán durmiente Dios creó a Eva, así también del costado de Jesucristo durmiente en la Cruz brotó sangre y agua, que simbolizan el nacimiento de la Esposa, es decir, de la Iglesia, ya que la sangre representa la Eucaristía y el agua nos habla del Bautismo.
Por eso cuando Adán despierta de su profundo sueño exclama: «Esto sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne»; de la misma forma cuando Jesucristo despierta del sueño de la muerte convoca por el poder del Espíritu Santo a la Iglesia y puede también exclamar: esto sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Es decir ve unos hombres transformados por el poder de la Resurrección. Hombres que como nos dice Pablo en la Carta a los Filipenses tienen sus mismos sentimientos: «Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerado cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás. Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo» (Fil 2,3-5).
Entre el primer hombre Adán y el hombre que tiene los sentimientos de Jesucristo, convocado por el poder de la Resurrección, media una Nueva Creación, ya que: «El que está en Cristo es una nueva creación» (2 Cor 5,17). En el trasfondo hay una historia de pecado que trataremos más adelante. Nos basta ahora entender que no es posible hablar de la creación del hombre sin referirnos expresamente a la Iglesia como Creación de Dios según el hombre nuevo que es Jesucristo.
Por eso la Iglesia no es simplemente una asociación de unos hombres con más o menos buena voluntad que deciden servir a Dios sino que la Iglesia es la Creación Suprema de Dios. Y la pertenencia a la Iglesia no depende tanto de una elección del hombre cuanto de una elección de Dios. Por eso dirá Jesucristo: «No me habéis elegido vosotros a mí sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15,16). Esta elección es completamente gratuita. No está motivada porque el hombre sea bueno o malo sino que Dios escoge a quien quiere y como quiere. Se fija en lo débil del mundo para confundir a los fuertes para que se vea que la Iglesia no es obra de hombres, sino suya. Por eso nos dirá San Pablo: «Ha escogido Dios más bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios lo débil del mundo para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable del mundo ha escogido Dios; lo que no es para reducir a la nada lo que es. Para que ningún mortal se gloríe en presencia de Dios» (1 Cor 1,27-29).