El día más importante en mi calendario es el Viernes Santo. Para mí hay trescientos sesenta y cuatro días al año y el Viernes Santo, el día de reencontrarme con ese Cristo bueno al que le duelen mis pecados, pero que prefiere acogerme como a un hijo pródigo al que no pregunta, sino a quien da un amor sin condiciones.
El Viernes Santo es un día de tensión emocionada, de túnicas planchadas y preparadas con esmero. Es el día que sale el Cristo de los Estudiantes a la calle. Son innumerables las veces que, esperando a que llegue la hora de la salida, me coloco los guantes, la medalla o la capa. Mi corazón se acelera a medida que se va acercando el momento de salir. El sonido metálico de la retirada de las borriquetas que dejan el paso en hombros de los hermanos, la oración ante el Santísimo (“… bien quisiera curarte con mi aceite, con mi vino…”), el crujir de las puertas de Santo Domingo al abrirse dando paso al primer haz de luz que ilumina el cortejo… momentos y sonidos grabados a fuego en mi mente.
Desde el varal, durante años, he visto al pueblo conmoverse ante la belleza, ante un Dios condenado, ante un Cristo que, en la cruz, abre los brazos para acogernos a todos. Un pueblo que anhela la vida eterna, pero que no reza a un Resucitado, sino que se identifica con un Cristo que también sufre. La mirada de sorpresa de un niño, la anciana que se santigua y llora, el olor a brezo, los sones de la banda… momentos guardados en el lugar más bello de mi corazón, en el Tabor de mi vida. El encuentro con ese Cristo bueno, que por encima de todo ama, cambia la vida de una persona para siempre.
A la llegada a San Juan se produce el encuentro con la Esperanza, preciosa advocación para una preciosa Virgen. Los hermanos, cireneos del Señor, entonan una profunda oración en forma de golpes de horquilla. Anhelos, esperanzas, oraciones manifestadas en una energía que se palpa, que estremece y que mece el paso de una manera espontánea.
El Viernes Santo es todo más auténtico, entiendo lo que verdaderamente es importante en la vida. Estoy en un Tabor que durará todo el día y en el que me gustaría quedarme, aunque sé que no es posible y que volverá el Calvario, en el que abandonaré al Señor para volver a Él, una y otra vez. Desconozco muchas cosas, pero doy testimonio de que Dios nos ama con una fuerza infinita, porque me lo ha revelado de una manera muy hermosa. “Y ahora, Señor, besaré la llaga de tu corazón atravesado, es el beso del que quiere permanecer siempre a tu lado”.