Durante estos calurosos días de verano estoy leyendo la novela de Mario Puzo, El padrino. Al igual que la trilogía dirigida por Francis Ford Coppola, muestra un catolicismo enraizado en los orígenes italianos de sus protagonistas, los Corleone, pero del que no hay rastro en el ambiguo juego de lealtades y traiciones, seguido tanto por ellos como por otras familias italoamericanas de la mafia. En realidad se rigen por su propio código moral, mientras que la religión es relegada a algo ritual y cultural.
La tercera parte, estrenada con más de quince años de diferencia con respecto a las anteriores, entra de lleno en el cristianismo. Comienza en 1979, con un Michael Corleone muy distinto al de la segunda película. Arrepentido por sus actos en el pasado, especialmente por el asesinato de su hermano Fredo, y divorciado de su exmujer Kay, busca redimirse tratando de llevar sus negocios -y su vida- por la senda de la legalidad. Procura apostar por actividades respetables, manteniendo relaciones con la Iglesia católica. Sin embargo, corren tiempos convulsos para las finanzas vaticanas, por las malas acciones del Banco Ambrosiano.
Coppola y Mario Puzo, guionistas de las tres entregas, fueron dando un importante giro al personaje de Michael Corleone, interpretado por Al Pacino. Pasó de ser el hijo estudioso de Vito Corleone, que no se inmiscuía en los asuntos familiares, a sucesor del Don. El intento de asesinato que sufrió su padre le transformó. Afloró en él su faceta más fría y calculadora, y se convirtió justo en lo que no quería ser. En el epílogo de la historia, por contra, carga con el peso de la culpa y añora su malogrado matrimonio con Kay. Su hijo, Anthony, ha preferido la música a seguir sus pasos y el más adecuado para tomar el testigo de sus negocios parece Vincent Mancini, el hijo ilegítimo de su hermano Sonny.
El largometraje se hace eco de la corrupción del Banco Ambrosiano, desaparecido en 1982, y escenifica la hipótesis de que Juan Pablo I fuera asesinado, porque quería destapar las irregularidades financieras. Lo cierto es que al margen de conspiraciones, que pueden ser ficticias o reales, el relato resulta particularmente interesante por su reflejo de cómo el poder corrompe -desgraciadamente también en el ámbito eclesial- y por el conveniente contrapunto que se aporta a esta realidad, mediante el bondadoso cardenal Lamberto. Este personaje, representado por Raf Vallone, alude a Albino Luciani, cuyo breve pontificado bajo el nombre de Juan Pablo I duró poco más de un mes.
El cardenal Lamberto encarna los auténticos valores de la Iglesia católica, que han abandonado otros por sus debilidades humanas. En su encuentro con Michael Corleone, el religioso le invita a confesarse. Pese a las dudas iniciales del inescrutable jefe de los Corleone, que dice no saber por dónde empezar, acaba accediendo y revela las atrocidades que ha cometido en su vida.
La secuencia de la confesión es uno de los momentos más sobresalientes y conmovedores no solo del film, sino de los tres títulos basados en la obra de Mario Puzo. Previamente, el cardenal, en su conversación con Michael, había cogido una piedra de una fuente para formular una reflexión sobre la fe en Europa: «Observe esta piedra. Ha estado en el agua durante muchísimo tiempo, sin embargo, el agua no la ha penetrado… Lo mismo les ha sucedido a los hombres en Europa. Durante siglos, han estado rodeados por el cristianismo, pero Cristo no les ha penetrado. Cristo no vive en ellos».
Aunque el colofón a la saga no alcance a sus precedentes, es también una valiosa contribución al séptimo arte. No obstante, el resultado podría haber sido mejor. Al Pacino, en las entrevistas que a lo largo de varios lustros le concedió a Lawrence Grobel1, declaró que no se encontraba a gusto con su peinado y eso le hizo sentirse extraño. Tal vez su interpretación no sea tan memorable como en las partes anteriores, pero es Al Pacino. El neoyorquino, asimismo, no creía que el cínico Michael Corleone pudiese llegar a arrepentirse y se quejaba, con mucha razón, que los productores prescindieran -por motivos económicos- de un actor de la categoría de Robert Duvall y, con él, de Tom Hagen, el astuto consejero de la familia Corleone y uno de los principales personajes de la novela de Puzo.
Francis Ford Coppola igualmente lamentó la no contratación de Duvall. Además, sin Hagen en el plantel, se vio obligado a reescribir el guión, un trabajo para el que, según afirma, la Paramount dio un plazo bastante limitado. El cineasta llevaba años rehusando realizar una tercera adaptación acerca de los Corleone y la productora había intentado dar continuidad a la historia, tanteando, entre otros, a Michael Mann, Sidney Lumet, Alan J. Pakula y -no es broma- Sylvester Stallone. Finalmente, Coppola aceptó para paliar las dificultades económicas que atravesaba por proyectos poco rentables.
Aparte de la ausencia de Robert Duvall, el otro gran inconveniente de la película surgió cuando Winona Ryder dejó el rodaje por problemas personales y se eligió contra reloj a Sofia Coppola, más por interés de su padre que suyo. El padrino III fue una ocasión ciertamente inoportuna para constatar que lo de Sofia Coppola no era la interpretación. Debido a las adversas reacciones tras una proyección para la prensa, previa al estreno, se redujo su diálogo un veinte por ciento. Lástima, porque con Winona el nivel de la cinta hubiese subido sustancialmente. El talento de la bella actriz se habría sumado al de secundarios como Diane Keaton o Andy García.
En su camino a la redención, Michael Corleone se enfrenta a sus fantasmas. Como le advierte el cardenal, es preciso que se convenza de que todavía hay esperanzas para él. Confesar sus pecados le proporciona paz, pero no es suficiente para encontrar luz si no se perdona a sí mismo. Además, debe escapar de un mal en el que ha estado inmerso tanto tiempo que ahora le persigue. De un modo similar a Carlito Brigante, otro de los míticos personajes de Pacino, está atrapado por su pasado. Y es que el film deja constancia de que la redención no es gratis. Los errores y pecados del ayer pueden aparecer en el presente, sobre todo cuando uno no cree posible su propia salvación.