Vigilia Pascual

Fotografía: Lawrence OP (Flickr)

Dios manda al pueblo de Israel celebrar la Pascua. Israel celebra así su salvación. Esta Pascua, que viene a significar que «Dios pasa para salvar», será el centro y el punto de referencia de la espiritualidad del pueblo de Israel. A partir de ahora, Israel ya no será el mismo. Tiene una experiencia de Dios que lo va a diferenciar de los demás pueblos.

«¡Cristo, nuestra Pascua, ha resucitado!», cantarán los primeros cristianos en sus Eucaristías. Y es que también para nosotros la Pascua, es decir, la Eucaristía, será el único centro hacia el cual gravita nuestra experiencia de Dios. Hasta tal punto que podemos decir que no hay Iglesia sin Eucaristía y que no hay Eucaristía sin Iglesia.

De hecho, la misma vida de Jesús está toda ella orientada hacia la Pascua. Por eso, veremos que Jesús dice una y otra vez «he venido para una hora» o «no ha llegado aún mi hora», expresiones que nos indican que Jesús tiene puestos sus ojos durante toda su vida en una hora que es la de pasar de este mundo al Padre, salvando a los hombres.

San Pablo transcribirá magistralmente esta Pascua de Jesús: «subiendo a la altura llevó cautivos y dio dones a los hombres» (Ef 4, 8). Es decir, que en este paso de Jesús al Padre, ofreciendo su cuerpo inmolado como Cordero sin mancha, ha rescatado a la humanidad engañada por satanás (Gen 3, 1-7) y nos ha dado el Espíritu Santo: «el Espíritu de la verdad que nos guiará hasta la verdad completa» (Jn 16, 13). Al Príncipe de la mentira que deja al hombre sin discernimiento e impotente para agradar a Dios, Jesús opone el Espíritu Santo con su Pascua, con su inmolación. Es el Príncipe de la verdad, que se convierte en Maestro interior, que va moldeando progresivamente el alma para que el hombre pueda agradar a Dios.

La primera misión del Espíritu Santo es la de desvelarnos el misterio de las Sagradas Escrituras en donde está expresada la voluntad de Dios. El hombre, con sus fuerzas naturales, no puede ni siquiera conocer la voluntad de Dios. Por eso, dice en el libro de la Sabiduría 10, 13: «¿qué hombre, en efecto, podrá conocer la voluntad de Dios?». Y San Pablo nos dirá que el amor de Dios manifestado en Jesucristo es tan impresionante «que nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad» (Ef 1, 9).

El mismo Jesús nos dirá que los Evangelios son un misterio y así, en la parábola del sembrador (Lc 8, 4-15), vemos que nadie lo entiende, ni siquiera sus discípulos. Entonces los coge aparte y al explicarles la parábola les dice: «A vosotros se os ha dado a conocer los misterios del Reino de Dios, a los demás sólo en parábolas para que viendo no vean y oyendo no entiendan» (Lc 8, 10).

Las irradiaciones que se deducen del misterio de la Pascua podríamos decir que son infinitas, porque la Palabra de Dios, al ser misterio, no se agota nunca. Aquí hemos centrado estas líneas sobre un aspecto: el rescate del hombre para ser «santos e inmaculados en su presencia en el amor» (EF 1, 4). De todas formas, habrá otras ocasiones en que saldrá el tema de la Pascua y trataremos nuevamente lo que es esta maravilla de la Iglesia, que hacía cantar exultante a las primeras comunidades cristianas de esta manera: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección. ¡Ven Señor Jesús! ¡Maranatha!».