Desierto

¿Está Yavé entre nosotros o no? (EX 17, 7). Ésta es la pregunta existencial que se hace el pueblo de Israel en el desierto. Es la pregunta que se hace a lo largo de la historia y también la misma pregunta que se hace todo hombre cuando se encuentra en la tentación y en la prueba.

Israel se encuentra en Refidim, la última etapa antes de llegar al Sinaí, el monte de la Alianza. Se encuentra al borde de la desesperación, agotado por una sed espantosa, y es ahí, en medio de la prueba, en donde se va a manifestar la auténtica naturaleza del corazón del hombre. De nada sirven todos los milagros que Dios les ha hecho en el desierto. Ya está borrada de su memoria la actuación prodigiosa de Dios en el paso del mar Rojo. Israel no tiene ojos para ver su pasado y constatar de dónde y cómo le ha sacado Dios. Lo único que ve es que sus hijos y su ganado se mueren de sed en el desierto y quieren apedrear a Moisés, pues dicen que es un farsante, un embaucador.

Con este texto Dios nos quiere decir cómo ha quedado profundamente corrompido el corazón del hombre por el pecado original. Le es imposible fiarse de Dios. Sólo cree en lo que ve, en lo inmediato y es incapaz de sufrir la prueba. Para el hombre caído, Dios tiene que ser una especie de niñera que debe consentirle y proporcionarle todo lo que pide su corazón. Y cuando se trata de dar el salto a la fe, el hombre tiene miedo, se repliega sobre sí mismo y murmura profundamente en su corazón. Por eso, Jesús sufrirá por tres veces, y más aún a lo largo de toda la vida la tentación y la prueba para crear el molde de un hombre nuevo que no murmura, que no se rebela contra Dios.

Este hombre de fe que tiene el Espíritu regalado por Jesús en la Resurrección es algo tan extraordinario, tan fuera de lo normal en este mundo, que el mismo Jesús dirá: «cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18, 8).

Cuando el hombre se rebela contra Dios -murmuración y rebelión son una misma cosa- lo que está haciendo es vomitar la Palabra que Dios le ha dado para hacerle hijo suyo: «pero a todos los que le recibieron les dio poder para hacerse hijos de Dios» (Jn 1, 12). Es la actitud contraria a la de María de Nazareth que, teniendo todos los motivos para rebelarse, «guardaba cuidadosamente todas estas cosas en su corazón» (Lc 2, 51).

El hombre de fe, el cristiano es una obra de arte. Dios es el Artista, que pasa años y años esmerándose en su obra. Y cuando ha moldeado en este hombre la imagen perfecta de su Hijo lo deja en el mundo para ser crucificado. Este hombre que salva al mundo puede decir con el salmista «con quebrando en mis huesos mis adversarios me insultaron todo el día repitiéndome: ¿en dónde está tu Dios?» (Sl 42, 11). Es decir, es un hombre que conoce en su carne la tentación, la prueba, el oprobio. Pero no vomita la Palabra. La lleva en su corazón y, desde allí, proclama: «¿Por qué, alma mía, desfalleces y te agitas por mí? Espera en Dios: aún le alabaré, ¡salvación de mi rostro y mi Dios!» (Sl 42, 12).

¿Cómo es posible esto?, ¿se da verdaderamente esta realidad? Pues sí. Esto es posible y se da esta realidad en Jesucristo, que entra en la voluntad del Padre diciendo: «rechazaste sacrificio y oblación, pero me has abierto el oído, dije entonces: ‘heme aquí que vengo para hacer tu voluntad'» (Sl 40, 8-9).

En Jesucristo puede hacerlo todo hombre que ha sido redimido por Él. Esto lo entendió muy bien el apóstol Pablo cuando dijo: «Ya no soy yo quien vive sino es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Es decir, que es Jesús, que ha asumido totalmente la naturaleza de Pablo, quien provoca en Él la obediencia al Padre. La Iglesia puede testificar esto a lo largo de 2.000 años de historia en el ejemplo de sus mejores hijos que son los santos… también los santos de nuestros días, que son más numerosos de lo que imaginamos.