Caballo

“…Cantaré al Señor, sublime es su victoria, caballos y carros ha arrojado en el mar, mi fuerza y mi poder es el Señor, él es mi salvación…” (Ex 15, 1-4)

Hasta aquí, el canto a Dios, después de la victoria de los israelitas de Moisés en su paso por el mar Rojo. Y me decía una persona: ¿Y qué culpa tenían los caballos? Es verdad, podían haber muerto los egipcios, dejando vivos a los caballos.

Al margen de pensamientos, e incluso de sentimientos proteccionistas sobre los animales, a los que, sin duda, no hay que maltratar, la catequesis va por caminos muy diferentes. Y es cierto que la apreciación indicada me fue interpelada por una persona, algo que puede parecer inverosímil, pero que me da pie para meditarlo a la luz de la Escritura. Con la ayuda de Dios, trataré de arrojar un poco de su Luz, la que Él quiera enviarme.

En primer lugar la Escritura no se puede interpretar “al pie de la letra”. Dicen los Santos Padres de la Iglesia que la Escritura se interpreta con la Escritura, y siempre con la precariedad del que escribe, puesto, eso sí, a la Luz de Dios. La Escritura es “texto revelado” por Dios, aceptado como libros canónicos por la Iglesia Católica de Roma, según la Tradición Apostólica, por lo que deducimos, no sujeta a error. Las interpretaciones que se puedan dar, habrán de ser iluminadas por el Espíritu Santo. Dado que nuestra fe, además de “inspirada”, es “racional”, en el exégeta que la interprete ha de existir la humildad suficiente como para ponerse en las Manos de la Providencia, implorando su Luz para no caer en errores que pudieran dañar las conciencias de los catecúmenos ardientes de las enseñanzas magisteriales.

Volviendo al texto que se propone, los israelitas alaban a Yahvé por la victoria sobre los egipcios. Y a mí se me ocurre pensar que estos caballos y carros son el conjunto de fuerza y poder que empleamos los hombres cuando confiamos sólo en nuestras fuerzas.

“…Yahvé no se deleita en el brío del caballo, ni se complace en los músculos del hombre; se complace en sus fieles, en los que esperan en su amor…” (Sal 147, 10-12)

Y los arroja al mar. En la Escritura, el mar representa el mundo de las tinieblas, donde habita el Leviatán (Satanás): “…Está el mar, grande y dilatado, con un incontable hervidero de animales, pequeños y grandes, lo surcan navíos y el Leviatán, a quien creaste para que retoce…” (Sal 104, 25-27)

En el episodio Evangélico de la aparición de Jesús andando sobre las aguas, rompiendo todas las leyes de la física, nos está revelando el poder de Dios-Jesús sobre los poderes del mar, sobre las tinieblas. (Mt 14, 22-33)

Y es en este contexto en el que el Señor nos sitúa arrojando al Mal (mar) los caballos y carros de nuestra pretendida fuerza entendida en la ausencia de Dios.

Por eso el Canto o Himno de alabanza a Yahvé, que es capaz de arrojar nuestras iniquidades sobre el poder del infierno, personificado en el mar donde habita el Mal, iniquidades que se sustentan en lo que representa la fuerza humana sin Dios.

Nuestra fuerza se ha de apoyar sólo en Dios que es nuestra salvación.

Alabado sea Jesucristo.