Reflejo de una vidriera

Fotografía: Lawrence OP (Flickr)

“Porque Él es nuestro Dios y nosotros su pueblo, el rebaño que Él guía, ¡Ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón!” ¡Cuánto se queja Dios del corazón duro del hombre! Ya el profeta Ezequiel, en su libro, nos comenta: “…Arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne…” (Ez 36, 26).

Ya cuando el pueblo de Israel se construye el “becerro de oro” Yahvé le habla así a Moisés: “…Se han hecho un becerro fundido y se han postrado ante él; le han ofrecido sacrificios y han dicho: éste es tu dios Israel, el que te ha sacado del país de Egipto”. Y añadió Yahvé a Moisés: “Ya veo que este pueblo es de dura cerviz…” (Ex 32, 9). Idéntica respuesta se recoge en el libro del Deuteronomio (9, 13).

Parece mentira que un pueblo que ha visto las maravillas de Dios con él, cómo se abrió el Mar Rojo, cómo la nube les protegía en el camino, cómo les libró del faraón con las siete plagas… aún crea que un ídolo de metal fundido con sus manos y con sus joyas sea el que los liberó de Egipto. Ahora nos parece imposible tan grande infamia y tan grande despropósito. Y, sin embargo, sucedió. Pero mirándonos a nosotros mismos, ¿no hemos caído también en la idolatría en multitud de ocasiones, aferrándonos a nuestros pequeños dioses? Hemos sido como el pueblo de Israel y, a lo peor aún, lo seguimos siendo.

Ha de venir Jesucristo a limpiar nuestra lepra. Él nos dice: “…Vosotros ya estáis limpios gracias a la Palabra que os he anunciado…” (Jn 15, 3). Es entonces cuando, con el corazón henchido de gozo, podremos decir como el centurión romano: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi alma quedará sanada”.

La Palabra, el Evangelio de Jesucristo, limpia. Nos pone delante de nuestros pecados, no para aplastarnos, sino para corregirnos con Amor fraterno. Ella es la que arranca nuestro corazón de piedra profetizado por Ezequiel y nos hace inclinar la cabeza, como el Maestro la inclinó entregándola al Padre con las palabras: “…Todo está cumplido, e inclinando la cabeza entregó el Espíritu” (Jn 19, 30).

Y meditando nuestro caminar, nos surgen estas preguntas: ¿somos conscientes de que somos rebaño de Dios? ¿Estamos seguros de que Él nos guía? ¿Estamos preparados con el oído abierto para escuchar su voz, que es la Palabra, el Evangelio? Y si escuchamos la Palabra, ¿no se abren nuestras entrañas para ablandar el corazón? Decían los dos discípulos de Emaús: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos abría las Escrituras?”. Jeremías experimenta estos sentimientos: “Cuando encontraba palabras tuyas las devoraba, eran para mí un gozo y la alegría de mi corazón, porque se me llamaba por tu Nombre, Yahvé, Sebaot…” (Jer 15, 16).

Sabemos que el nombre, en el sentido bíblico, expresa la misma naturaleza del que lo lleva. Así nos recuerda san Pablo: “Cristo, a pesar de su condición divina no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se rebajó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos… Por eso el Señor le concedió el Nombre sobre todo nombre, de modo que al Nombre de Jesús toda rodilla se doble…” (Fp 2, 6-10).

En esta línea, el libro del Apocalipsis nos dice, hablando de los elegidos: “…llevarán su Nombre en la frente, ya no habrá más noche, ni necesitarán luz de lámpara o del sol, porque el Señor Dios irradiará sobre ellos y reinarán por los siglos de los siglos… (Ap 22, 5).

Pues que este fuego de Jeremías prenda también en nuestro corazón y nos impulse a anunciar el Evangelio, única Palabra de Verdad que sale de la boca de Dios.